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Te dolía. Incendiaba tu alma. Rasguñaba tu esencia de niña solitaria, de ente ermitaño y único en este mundo. Le habías vendido lo que un día fuiste, y ahora que él ya no estaba necesitabas recuperarlo para seguir. ¿Pero como ganar de vuelta algo que ya fue extirpado con tanta crueldad de tu inocente alma? Era difícil, y lo sabías. A veces pensabas que nunca lo lograrías, que tus ansias de volver a ser un ser feliz quedarían únicamente en eso: en sueños revueltos con realidad, en deseos empapados de vida. Entonces temías. Llorabas por las noches pensando que con él se había ido una extensión biológica necesaria en tu cuerpo para dar un paso más. Te sentabas en tu cama por horas, tal vez la única parte del mundo dónde ese miedo escalofriante y puntiagudo no se apoderaba de ti. Entonces, tu mente daba vueltas alrededor del orbe. Viajaba sin control alguno por todo tipo de lugares; desde la infinidad más desolada, hasta un paraíso tan paradisiaco que era aún imposible de concebir. Sólo en esos interminables viajes volvías a ser feliz. Libre una vez más, sin necesitar de nadie, desafiando todas las teorías que conciben al hombre como animal social, poniendo en reto la mentira fisiológica que dice que se necesita del alimento para vivir. Pero inevitablemente, ya que no gozabas del privilegio de ser el Buda, tenías que volver.

Así fueron los primeros meses de la tercera etapa de tu vida. Es verdad, eras aún bastante joven para estar ingresando al paso tres, pero qué podías hacer al respecto; así habías nacido y así vivirías siempre, te gustase o no. Recuerdo bien que por primera vez en muchos años habías logrado concebir la vida ya no como un lugar para simplemente ser, si no como el ámbito dónde tu más intrínseca responsabilidad como ser humano era el vivir. Ya no querías avanzar sin saber por dónde, ya no querías estar sencillamente porque algún ente extraño e omnipotente te puso ahí. Te tocaba ser el niño que crea, que después de remover está dispuesto a danzar por los cielos, a ser aquella estrella que ilumine al mundo con su luminosidad. Era entonces que te dabas cuenta que no importaba haber regalado un pedazo de ti. Al contrario, así tal vez alguien más en este inmenso universo percibiría las cosas con la peculiaridad que tú lo hacías, y podría sentir, aunque fuese por un segundo, tu tan aparentemente normal, pero tan distinta en realidad, naturaleza. Tu labor ahora sería reconstruir aquello que dejaste ir. ¿Pero acaso lo recordabas? Sabías que te faltaba, pero aparentemente habías olvidado como era, y tal vez esa era la razón del tapón ante tu tan deseado despertar.

Un día, nuevamente en la soledad de tu cama, te diste cuenta que nunca lo recordarías. Pero más importante aún, supiste que en realidad, ya no existía. Te faltaba un brazo, tal vez una pierna, pero era hora de dejar el samsara que venía caracterizando a la humanidad. Era desafiar el mito del eterno retorno, en proporciones personales, claro está.

Y así lo hiciste. Porque confiabas en ti. Porque tu alma se llenó de tu más intima esencia, se infestó de ilusión terrena, se pudrió con sueños mundanos.
Ya no volverías a ser la misma, nunca.

Texto agregado el 08-06-2004, y leído por 280 visitantes. (0 votos)


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