La noche avanzaba sigilosa por las avenidas solitarias, abrazando con efusiva indiscreción la fría transparencia del invierno.
Los altos postes del alumbrado público al igual que soldados de un ejército desconocido, se cuadraban uno tras otro hasta perderse en la lejanía, impregnando de una luz tímida y amarillenta los ennegrecidos pórticos de aquellos inmuebles de petrificada somnolencia.
El viento cabalgando sobre sus corceles invisibles, irrumpió a través de los incalculables laberintos de la ciudad, aullando cual un lobo enamorado, al flujo mágico de la luna.
Entretanto, siguiendo con las deidades del ciclo universal, el clima – único atributo milenario y juguetón de las cuatro estaciones – se paseaba ahora espolvoreando con su templanza de inmaculada inocencia, su nieve de blanco suspirar.
Así los edificios de aquel núcleo urbano, se fueron cubriendo poco a poco de silenciosas motitas que caracoleaban juguetonas por entre los brazos de la noche, ignorantes por completo de las miserables moradas de la periferia.
Moradas que casi siempre se envuelven de pobreza y enfermedades diversas; infortunios malditos que se esconden por entre los sollozos de la raza humana.
Pero en estos momentos no importaba el sufrimiento ni la miseria, pues la naturaleza no solo se preocupa del ser humano… sino que también de lo que le rodea.
Y así prosiguiendo con los dictámenes de sus leyes irrevocables, el invierno fue decorando con esta miríada de albinos copitos el pavimento de calles y avenidas, de entradas de iglesias y burdeles, de techos marchitos y galerías bordadas de escarcha. Y por último, aquella plazoleta abandonada en esa esquina perdida.
Los copitos atacados por la curiosidad, o por un simple instinto de alegría, se fueron amontonando en uno de los farolitos que iluminaban escasamente dicha plazuela, en donde árboles de entumida indumentaria dormían su hibernación tan bien merecida.
De repente, una ráfaga de aire polar decidió venirse a retozar con las diminutas partículas de mullido cuerpo, transformando este suceso nocturno, en un verdadero cuadro de fría postura.
Tal vez cansados, o acaso aburridos de tanta danza interminable, algunos de estos ovillos de gélida blancura fueron a refugiarse en ese cuerpo que yacía tirado bajo aquel farol de triste luminiscencia, dedicándose a acariciar esas piernas inmóviles, que con desvergonzado descaro, vestían un corto y provocante vestido de gamuza verde y unas largas botas de charol negras. Y tras un leve descanso volvieron a caer cada vez con más fuerza, ocultando pudorosos, aquellos grandes pechos semidesnudos que se ofrecían con marcado desparpajo en medio de la noche.
Y ya, en completo delirio y sin poder retener los ímpetus de su caída, se dedicaron indiferentes a revestir ese rostro pálido… ¡Demasiado pálido para albergar el hálito de la vida!
Este hecho, aunque insólito, también carecía de importancia, pues su tarea de cubrir el mundo enardecía sus instintos más allá de las tragedias humanas.

Entonces en un acto de pura indiferencia fueron rebalsando los labios de aquel bulto flácido, dejando para los que venían detrás, la alegre diversión de incrustarse en esos ojos abiertos, cuya única defensa de sus ataques inocentes, eran los largos mechones rubios que se mecían al compás del viento, y solo giraron sobre si mismos al ver las luces de una ambulancia que se acercaba zigzagueando por entre las calles adormecidas, destruyendo con la estridencia de su sirena, el plácido sopor del silencio. Y ni siquiera se inmutaron cuando los focos resplandecientes del vehículo, chocaron con el pequeño brazalete de oro que se encontraba atado a la fina muñeca de esa mujer joven, haciendo resplandecer por breves instantes, el nombre escrito con peculiares letras góticas: Minerva my love…
FIN

Mario Panterita Aracena