Se me ha pegado la costumbre de trepar azoteas y tejados de las casas vecinas, desde que era un muchachito. Tal vez sea la adictiva sensación de inseguridad de mis pies temblando sobre las cimbreantes chapas herrumbrosas…. o los sobresaltos que me provocan los disparos ensordecedores de González tirando al aire por pensar que hay ladrones… no sé… la cuestión es que aún hoy, apenas empiezo a subir la angosta y apolillada escalera que da al altillo, mi estómago se tensa y mi saliva se espesa.
Cuando llego arriba, en medio de la oscuridad, tengo que mover un montón de trastos polvorientos que obstaculizan mi camino a la puerta. No me explico cómo hace mi abuela, vieja como el mundo, para no morir de un ataque de asma cada vez que vuelve, empecinadamente, aquellas pilas malolientes hacia su lugar original. Ni sé porqué sube esa escalera interminable para acomodar una y otra vez, algo que en verdad no le interesa ¿o si? En mi glotona curiosidad por las intimidades de los vecinos nunca entraron los mal guardados secretos de mi propia familia.
Una vez que alcanzo mi objetivo: la puerta, y logro salir, agitado por el esfuerzo, respiro largamente el aire recién peinado por los plátanos y me dejo llevar… Camino, sintiendo la todavía tibia inestabilidad de la bovedilla bajo mis plantas, hasta que algo me atrae y conduce cual brújula hacia el norte: una conversación en voz baja… el vapor despedido por una ducha caliente con jabón floral… el vaho de tilo para algún niño enfermo…
Todavía recuerdo los enojos de doña Carmita: una loca brava que al menor conflicto lanzaba unos imponentes gritos a su marido, pero cocinaba como los dioses. Yo contemplaba el espectáculo —único teatro al que concurría en mi infancia— muerto de frío, apoyado en precario equilibrio sobre el armazón de la claraboya y con la oreja derecha pegada al vidrio para no perderme de nada.
No podía dejar de mirar a ese “Gorilón” de casi dos metros de altura volverse chiquitito en la silla frente a la atronadora voz de su mujer, una gallega diminuta y suave, que se transfiguraba cual Hera doméstica al declamar insultos a los cuatro vientos en repetida escena nocturna. Y luego vislumbrar cómo, apenas pasado el primer hervor de la ira, ella buscaba la reconciliación a través de una humeante y colorida carbonada criolla. Y después sentir que se me hacía agua la boca ante el golpeteo de las cucharas contra los platos y el choque de los gruesos vasos de vino tinto brindando por el amor.
Después, mientras tomaba el reconfortante sopón de la abuela, me entretenía imaginando cómo podría continuar la reconciliación tras la magnífica ambrosía que Carmita seguramente habría servido como postre, ya que el acceso al resto de la casa me estaba vedado por las gruesas y mohosas paredes.
|