EL SUEÑO DEL PARACAÍDAS
Una mera anécdota de pueblo chico, cuando van pasando los años, se convierte en leyenda. Algunos descreen, otros confirman. Con el tiempo se duda si realmente pasó lo que se dice. Las personas que van narrando los hechos siempre le agregan algo, un pequeño aporte personal que va convirtiendo al simple acontecimiento doméstico en un relato con mucho de fantasía e imaginación.
Las charlas entre amigos. Las reuniones familiares. Los lugares de trabajo. Todos sitios ideales para la proliferación de historias. Algunas verídicas, otras algo inventadas. Hasta los velorios se han convertido en tierra fértil para la propagación de chismes, habladurías, intrigas y ficciones.
La cita obligada de los viernes, por la noche, era el taller mecánico del tano Razzoti. Lugar de reunión para degustar un buen asado y, por supuesto, ponerse al tanto de todo lo que había pasado y estaba pasando en el Pueblo y alrededores. También se hablaba de fútbol, de automovilismo, por supuesto, porque al Tano le tiraban los fierros. Pero fundamentalmente se recreaba el folclore lugareño. Siempre alguno de los conspicuos invitados traía alguna primicia, y regodeándose, primero se hacía desear un rato, y al final largaba el rollo.
En una oportunidad, comiendo con la barra del taller, estaba el gordo Benavidez. Gordo en serio. Andaba por los ciento cuarenta kilos y eso que estaba de régimen. Aunque mucho no se notaba porque no erraba convite.
Para colmo, aquella noche, le había tocado hacer el churrasco al Pirulo Sevillano, un maestro el Pirulo. Su especialidad era la parrillada completa y había conseguido una de primera, chinchulines, tripa gorda, mollejas, chorizo y morcilla, entraña, riñoncitos. Además, para aquellos que eran medio reacios a las achuras, le había agregado dos pollos, tres tiras de asado, un generoso vacío y hasta un pedazo de matambre de vaca. Un verdadero poema.
De tanto en tanto, los asados servían también para recrear viejas leyendas.
Entre comentarios, discusiones de fútbol, novedades lugareñas y demás yerbas, el asado fue transcurriendo con total normalidad. A los postres, cuando el vino había hecho meya en algunos de los concurrentes, salió a la luz una de las leyendas del Pueblo. Un tema que todos conocían pero nadie podía certificar si era cierto o no.
Aprovechando la presencia de Benavidez, los que estaban sentados cerca del petiso Echenique lo empezaron a persuadir para que le preguntara al Gordo sobre aquel mito pueblerino. El Petiso, el más desinhibido del grupo y con varios vasos de más, tomó coraje y le preguntó:
-Gordo, no te vayas a ofender, pero yo quiero hacerte una averiguación- arrancó, como allanando el camino para desembocar en lo que vendría.
-No te enojes, Gordo, pero…. ¿fue cierto lo del paracaídas?- le preguntó el Petiso ante la carcajada generalizada de todos los presentes.
El Gordo Benavidez, bueno como el pan, se puso un poco colorado, pero apurando el último bocado, y luego de hacer fondo blanco con el vaso de vino tinto, respondió.
-Sí. Para que les voy a mentir. Fue cierto- dijo, y todos se quedaron mirándolo esperando que siga adelante con el relato.
-Es algo que nunca conté, primero cuando todavía era pibe, porque tenía miedo que mi viejo me cagara a palos, y después cuando fueron pasando los años, porque me daba un poco de vergüenza, pero hoy que estamos entre amigos, se los voy a contar.- Agregó Benavidez, mientras los comensales se acomodaban más cerca de él para no perderse detalle.
-Resulta que el Aeroclub había organizado un evento muy importante, creo que festejaban un aniversario o algo así. Vinieron aviones de todos lados. Y junto con los aviones se presentó un espectáculo de paracaidistas. Se imaginan lo que fue eso para el piberío del pueblo. Una barbaridad. La mayoría nunca había visto cosa semejante. ¡Una barbaridad!- Remarca Benavidez, sabiéndose el centro de la reunión.
-Yo era pendejo, tendría once o doce años, y ya era bastante gordito, no tanto como ahora pero tenía mis kilitos de más. Quedé tan maravillado con lo que había visto, que cuando llegué a la quinta donde vivíamos, no podía dejar de pensar en eso. Me empezó a dar vueltas por la cabeza la idea de fabricar mi propio paracaídas. A la otra mañana, aprovechando que mi viejo había salido, me fui al galponcito del fondo y me puse a juntar los elementos necesarios. Un pedazo de lona viejo, algunas sogas, un rollito de alambre dulce, agarré la tenaza y …. ¡manos a la obra!- explica, ante el silencio absoluto de todos los presentes.
-Me costó bastante armarlo, pero lo quería tener listo para el sábado, porque los viejos se iban a visitar a unos parientes y yo me quedaba solo en la quinta todo el día, así que le metí pata y para el viernes a la noche estaba terminado. Me fui a dormir pensando en que al otro día iba a hacer realidad mi sueño.- el Gordo se toma un respiro, aprovecha para entrarle a un pedazo de torta que había traído la mujer del Tano, el dueño del taller, y mientras Echenique le completa el vaso con vino tinto, sigue contando.
-A la otra mañana, temprano, se fueron mis viejos. Yo me levante y empecé a preparar todo. Junté las cosas y me dirigí resueltamente hacia el molino, que iba a servir de plataforma para mi vuelo en paracaídas. Me ajusté las sogas, acomodé la lona, y empecé a subir la escalerita. Una vez arriba, en lo más alto, me asusté un poco, pero después recordé que mi ilusión era repetir lo que habían hecho esos muchachos en el aeroclub, entonces, decidido, me largué.- todos se quedaron mirándolo, las carcajadas del Gordo rompieron el silencio, y siguió con su relato.
-¿Qué fue lo que pasó? La lona vieja no aguantó mi peso, el paracaídas, por supuesto, no se abrió, así que ¡me vine en banda desde arriba del molino!- exclamó el Gordo Benavidez, que para esto, ya se había parado y gesticulaba, acompañando su narración con los ademanes pertinentes.
-¿Y no te hiciste nada?- le preguntó el Tano, mientras destapaba la enésima botella de tinto Vinculador.
-¡Me salvé porque caí justo arriba de un almácigo que había hecho el viejo! No se imaginan el pozo que dejé, pero gracias a que la tierra estaba blandita no me hice ni un rasguño. Inmediatamente acomodé todo como estaba, empareje el terreno, guardé las cosas, y borré todas las huellas del delito. Y si no fuera porque un vecino, cercano a la quinta nuestra, estaba mirando de lejos, y vio todo, nunca nadie se hubiera enterado.- confesó el Gordo, certificando que aquella vieja leyenda urbana, era algo que en realidad había sucedido.
-Aunque mi viejo, algo había empezado a sospechar, porque pasaban los días y los cebollines que había plantado no aparecían. Claro, ¿cómo iban a aparecer? ¡Si yo, con la caída, los había enterrado como dos metros bajo tierra!- dijo ante las risotadas y los aplausos de la concurrencia.
MARTILLO |