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La luna nos seguía como un barrilete y a veces
entre las hojas se volvía de diario.
El día que murió el abuelo.
La luna me seguía como un perro redondo.
Si esto fuera una novela, supongo, no pasaría nada especial. Pero yo no soy una novela, y eso de pasar por cosas simples me vuelve maduro, me duele y me vuelve trascendente para mi rectilíneo argumento.
Tener y ya no, dos maneras distintas de una misma cosa, y eso es tal vez mi importancia, estar y no, o mejor dicho haber empezado la tristeza, inaugurar ritos lúgubres y extraños sabores.
El día que murió el abuelo muchas cosas no se movieron más. Era el primer día de un siempre que nadie advirtió ni quiso romper ni nada.
Nadie lograba penetrar la infinitud del nunca más allá de los augurios. Algo ya estaba decidido.
Es cierto que si lo que desaparece no hubo asumido el absoluto sentido del todo en sus días (como pasa con todo), no resulta tan extraño que la gente se acomode en las nuevas costumbres, que vaya aboliendo tristezas, lacrando círculos de historia resuelta y recogida ya y que después de delimitar la extensión final de las vidas de los muertos no perduren adoptando una actitud de nunca que ya no nombra nada.
El día que se murió el abuelo terminaron cosas, siguieron cosas y empezaron cosas. Pero el abuelo se había muerto para siempre, un día solo siempre, prolongado o arrastrado.
Solía presentarse cierto sabor de presagio, desafiando la lógica. A veces podía.
JORGE LEMOINE Y BOSSHARDT
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Texto agregado el 14-10-2009, y leído por 98
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