Dos hermanos vivían solos con su padre anciano en un rancho, en lo profundo del bosque. Don José, que así se llamaba el padre, estaba orgulloso de sus dos hijos, a quienes adoraba por igual, aunque su primogénito, José, abrigaba sentimientos de envidia hacia su hermano, Saúl, pensando que el padre prefería a éste antes que a él.
Don José se afanaba constantemente por demostrarle su afecto a su hijo José, pero este rechazaba tales demostraciones de cariño, haciéndose mala fe de que don José únicamente quería lavar su conciencia por la dureza con que le trataba. Lo cierto es que José, a diferencia de su hermano Saúl, era dado a la holgazanería y a la perfidia contra su hermano, y por eso era reconvenido constantemente por aquel que le dio la vida; no obstante, con la gentil amonestación que sólo un padre puede dar.
En una ocasión, José le sustrajo a Saúl unas monedas que éste guardaba celosamente en un escondrijo dentro del cobertizo, dinero que ahorraba para el caso en que tuvieran algún apuro, como sucedió cuando don José enfermó y Saúl, por culpa de José hijo, no pudo comprar pronto la medicina que se necesitaba más que empeñando los únicos objetos de valor que conservaba: la guitarra que pulsaba cuando el sol enrojecía los atardeceres y una medalla de oro que le había regalado su madre antes de morir.
Enterado de esta circunstancia, muy posteriormente, don José únicamente se limitó a guardar un mutismo sombrío ante su hijo José, a quien, empero, poco parecía importarle que “el viejo” le hubiera retirado la palabra.
Más le mortificaba la situación a su hermano Saúl, quien un día se acercó a don José para decirle:
–Padre, estoy triste porque tú y mi hermano José no se hablan. Perdónale.
Don José miró los ojos de su hijo Saúl, empañados por las lágrimas filiales que contenía con entereza. Y así, no pudo más que ceder.
José, en cambio, incubó aun más recelo contra su hermano, pues creía que en su fuero interno se ufanaba por haber intercedido por él ante el padre. Y así, la felicidad que José veía en el rostro de Saúl, cuando hacían las faenas del campo, le zahería como una bofetada, como una burla sardónica que clamaba venganza.
Un día, don José llamó a Saúl:
–Hijo, cierto estoy de que pronto voy a reunirme con tu madre, y temo por la heredad, pues tu hermano gastará mal su parte y quedará desamparado. Quiero, por tanto, que tú lo tengas todo, pero que le des a José la parte que le corresponde, guardando que no pueda derrocharla.
Una vez enterado de esto, José se encendió en rabia, la cual contuvo apenas para atemperar su revancha en el fogón de su sordo rencor, fraguando tras la álgida apariencia de su semblante la manera de obtener satisfacción de una vez por todas y deshacer los planes que había trazado su padre.
Así, un día, José le dijo a su padre que debía ir al pueblo, con Saúl, para comprar algunos aperos. A Saúl, en cambio, simplemente le dijo que debía hablar a solas con él, apartados del rancho. Ambos montaron sendas mulas.
Saúl consintió gentilmente, pues siempre le concedía a su hermano José todo lo que éste le pedía, y se dejó conducir dócil hasta lo profundo del bosque, lejos de la heredad, en donde José se sentía oculto a la vista de su padre y del Numen que todo lo mira.
–Hermano, ¿qué es lo que querías decirme? –preguntó Saúl.
–No estoy de acuerdo con los planes de mi padre. Yo soy el primogénito –clamó soberbio José.
–No te preocupes, José. No vas a quedarte sin tu parte. Mi padre sólo quiere que te ayude para que no la malgastes –le explicó, candorosamente, Saúl.
A José se le encendió la mirada, y aunque por un solo instante pareció remorderle la infamia que se iba cometer, sin mayor advertencia le propinó una puñalada a su hermano Saúl, en el corazón.
Saúl cayó muerto de inmediato al suelo. La mirada, serena; inadvertida de lo que había sucedido.
José tuvo un momento tardío de desazón, temeroso de las consecuencias, pero pronto se recompuso, pues lo hecho nadie ni nada podía cambiarlo ya. Cargó el cuerpo de su hermano Saúl sobre el lomo de la mula, y se lo llevó hasta el rancho. Apenas los vio, don José dio un salto de su mecedora, que colocaba en el umbral de la cabaña, y corrió hasta sus hijos preguntando qué había sucedido que regresaba Saúl tundido sobre el lomo de la mula.
–Padre, nos asaltaron en el camino. Saúl defendió inútil e imprudentemente nuestras pertenencias, y por eso lo mataron.
Don José hizo un gesto de dolor profundo que no podía ser expresado con palabras, y se entregó al llanto, hablándole al cadáver:
–Hijito, despierta. Abre ya tus ojos, Saúl.
A José se le removió la sangre viendo esa escena, pero, aunque sentíase conmovido, guardó silencio. Únicamente, estrechó a su padre, quien pronto se abrazó a su primogénito para llorar la pérdida de su querido hijo Saúl.
Más tarde, el padre y el hijo enterraban el cuerpo a un lado del río, a pocos metros de la cabaña.
A partir de ese día, don José era una sombra, apenas con vida, a quien se le oía murmurar una triste canción:
Agua de mi vida
cate de mi corazón
mi alma yace ‘rida
vivir no tiene ya razón.
José, viendo a su padre en ese estado, ya sin voluntad ni inteligencia de hombre, tomó el mando de los asuntos del rancho y, tal como había previsto don José, comenzó a dilapidar los bienes entre juerguistas y cortesanas.
Mientras, el padre, sin darse cuenta de lo que ocurría, seguía con su triste canción:
Agua de mi vida
cate mi corazón...
Pronto las cosas comenzaron a andar mal. Los deudores acudían frecuentemente y molestos en la cabaña para presentar reclamaciones y advertencias. José comenzó a fraccionar los terrenos que circundaban la cabaña, para amortizar sus obligaciones, pero estas crecían más y más debido a la vida fácil a la que se entregaba. José y su padre se quedaron tan sólo con la cabaña y el terreno delante de ella, junto al río. José tuvo que ponerse al servicio de los nuevos terratenientes, en las tierras que antes habían sido suyas, para tener algo que llevar a la casa para comer.
Transcurrieron semanas de duro trabajo.
Una noche, fatigado tras una jornada más, José se entregó a malos pensamientos contra su padre, pues mientras él trabajaba como animal, “el viejo” tan sólo se la pasaba con su cantilena:
Agua de mi vida
cate de mi corazón...
¡Malhaya sea!
La mañana dio luz a un prodigio: al lado del río, sobre la tumba de Saúl, se erguía, robusto, frondoso y cargado de frutos, un árbol de aguacate que nunca antes había existido.
José se acercó al árbol y, viendo aquellos frutos tan exquisitos que colgaban del árbol, extendió su mano y tomó uno de ellos. Tras pelarlo, le dio un mordisco opíparo a la verde carne. Era el aguacate más sabroso que había probado en su vida.
De pronto, a José se le ocurrió una idea. Juntó un costal de aguacates y se fue a venderlos al pueblo. La gente corrió la voz, extasiada con el sabor de tales frutos, y pronto José se volvió un próspero comerciante de aguacates. Incluso, un grupo de terratenientes le pagaron el rescate de una princesa por semillas e injertos de ese aguacate tan extraordinario, con la esperanza de sembrarlos y cultivar.
La prosperidad no le duró mucho a José, empero. Un día, su padre le dijo:
–Muero ya, José. Quiero que me entierres junto al árbol de aguacate, junto a tu hermano... José, yo sé que tú le diste muerte a Saúl, pues el árbol me lo ha dicho. ¿Por qué fuiste tan malo con tu hermano que tanto te quiso?
Don José no esperó respuesta alguna de su pérfido vástago, pues murió tras pronunciar su triste reproche. José sintió un punzón en el pecho, como nunca antes lo había sentido. Tal como su padre se lo pidió, le dio sepultura al lado de Saúl, y luego se rindió al llanto.
Cuando amaneció, los frutos del aguacate colgaban secos y exiguos, amargos. A la postre, el árbol se hizo estéril.
José, arruinado, volvió a conocer el hambre y la desesperación. Para sobrevivir, púsose nuevamente al servicio de los terratenientes. Esta vez, recolectando los aguacates provenientes de aquel árbol que tanta fortuna le había dado antes.
–En verdad, la vida da muchas vueltas –se dijo una noche José–. La fortuna viene y va, y la felicidad, también. Sólo podemos hacer que perdure rememorando aquellos momentos en que fuimos dichosos.
Pero, ¿qué momentos dichosos había tenido en verdad José, que tanto había despreciado a su hermano y a su padre mismo? ¿Sus noches de juerga con crápulas como él? ¡Fantasmas que se perdían en el mar de los vagos recuerdos! ¿Su bonanza con los aguacates? ¡Bah!
José apenas pudo dormir, más rendido por el cansancio que por conciliar el sueño.
La mañana siguiente dio luz a un nuevo prodigio, junto al aguacate se erguía otro árbol, igualmente robusto y frondoso, cargado de frutos, y, sí, de aguacate.
Apenas descubrió el nuevo árbol, José se dispuso a probar uno de sus frutos. En cuanto lo mordió, lo escupió. Tenía un sabor amargo.
Sus esperanzas de una nueva bonanza se frustraron. Furioso con su mal sino, José tomó un hacha y atacó el tronco del aguacate una y otra vez, hasta que lo derribó al río. Se escuchó un grito de dolor. Del tronco cercenado, plantado en el suelo, brotó una fuente de sangre que tiñó de rojo el río. José sintió temor y remordimiento.
Desde entonces, cada noche, después de la jornada, José la pasaba en vela, incapaz de dormir por los reproches que escuchaba en el rumor del río:
–José, ¿por qué mataste a tu hermano? ¿Por qué heriste mi tronco?
José comenzó a hablar a solas en la cantina a la que iba a refrescarse, a confesar su culpa a los mercaderes y los terratenientes, a las palomas de la iglesia, a los árboles del bosque.
No importaba dónde. En cualquier lugar en el que estuviese, siempre escuchaba el murmullo, el reproche:
–¿Por qué mataste a tu hermano? ¿Por qué me heriste?
Abrumado por la culpa que no podía remediar, un día José decidió matarse a sí mismo. Así, ató el extremo de una soga a la rama del primer aguacate que se apareció, y formando con la otra punta un nudo corredizo, se la ciñó al cuello para colgarse de lo alto.
En cuanto se arrojó al vacío, se rompió la rama de la que debía colgar José, brotando abundante sangre de ella. Y José escuchó, en el susurro del viento por entre las ramas del aguacate, una voz que entristecida le decía:
–José, tú eres mi hermano y no voy a dejar que te quites la vida.
La compasión filial inundó a José, quien en cambio sí le había dado muerte a su hermano Saúl.
–Perdóname, Saúl; perdóname, hermano –lloraba José, abrazándose al tronco del árbol. De pronto, un afecto cálido, proveniente del árbol mismo, comenzó a reconfortar a José, quien, no obstante, sentíase indigno de él. Así que, se arrojó al río.
La corriente no pudo llevárselo, pues una raíz del segundo árbol prontamente se extendió hasta la mano del suicida, quien de manera instintiva se aferró a ella. Y mientras la raíz lo acercaba a la orilla, pudo escuchar en el rumor del agua una voz que le decía:
–José, yo soy tu padre y no voy a dejarte morir.
Incapaz de quitarse la vida, impotente para enmendar la maldad que les había inflingido a su hermano y a su padre, José, ese hombre que había tenido corazón tan duro, permaneció postrado junto a los dos árboles, implorando su perdón y derramando lágrimas de sangre. Y así, amaneció convertido en una roca. |