Le decían el Pico de Cera porque representaba todo lo contrario. De él se afirmaba que cantaba, y la verdad es que cantaba muy bien y bonito ante el público adecuado. Gracias a él habían atrapado a toda la banda de ladrones, cuarenta y uno en total. Y ahora los tenían a todos encerrados en la prisión de la ciudad, una sórdida fortaleza que recordaba los peores días del Conde de Montecristo. Sólo por protegerlo de las cuarenta justas vengazas que sobre el Pico de Cera se cernían, lo recluyeron aparte, junto a un indígena que ya se pudría en el interior de la celda.
–¿Y ora tú, por qué te trajeron? –preguntó el indígena, por iniciar una conversación.
–Por confiar de más en la gente –contestó el ladrón.
–¿Cómo, pues? –atajó el indígena.
–Un cuico me dijo que si delataba a mis camaradas me dejaba huir –explicó el ladrón.
–¿Y tú le contaste todo? –asertó el indio.
–Sí, y héme aquí. ¿Y tú qué?
–Pos me trajeron quesque por transa y brujo –explicó a su vez el indígena.
–A’dió, ¿cómo está eso? –interpeló el ladrón.
–Pos es que soy brujo, pero no me lo creen, y me encerraron acusándome de estafar a los cristianos. La verda’, me encerraron porque acusé a un policía, que ése sí era transa, y además, le hizo mal a mi ahijada –narró el indígena.
–En este mundo no hay justicia –clamó el ladrón.
–Pero eso no ha de durar. ‘Ira, yo te puedo sacar de aquí –propuso el indígena.
–¿Ah, sí? ¿Y cómo no te has sacado tú mismo? –ironizó el incrédulo.
–Palabras de ladrón crucificado –respondió con propia sorna el indígena–. Ultimadamente, si Aquél no se salvó, por qué no había yo de seguir Su Santo Ejemplo. Pero sí te puedo salvar a tí.
–¿Y cómo le harías? –inquirió el ladrón, mirando de hito en hito a su interlocutor.
–Pos te transformo en un animalito, chiquito chiquito. Y así nomás te cuelas por las rejas de la ventana, o te huyes por el ahujero aquel de la pared.
–¿Cómo que me conviertes en animal? –replicó el ladrón, más curioso que indignado.
–¡Ah!, es que cada quien tiene s’espíritu animal. ¿Cuál será el tuyo, pues? Igual puedes ser ajolote que escuincli, chupamirto o tecolote.
–¿Y cómo me vas a convertir en animal?– inquirió el ladrón.
–Pues con el ritual antiguo de los ancestros –respondió el brujo–. Si quieres, ahorita mismo lo hacemos.
–Va, pues –dijo el ladrón, más por diversión que por convicción.
Ansina, el indio empezó su ritual antecrónico e inenarrable, al final del cual el ladrón quedó convertido en una ave canora de colores brillantes y muy bonita voz.
–Íiiira nomás lo que resultó este pájaro de cuenta. Ora sí te puedes ir volando, cabrón. Na’más cuida de cerrar ese pico traicionero.
El colorido pájaro se fue volando, en efecto, de la prisión hasta un bosque cercano, donde anidó para pasar la noche.
Con el amanecer, el pájaro descubrió que no era un bosque en donde había anidado, sino una alameda, junto a la cual comenzaba a instalarse un tianguis ruidoso.
–¡Pero qué insulto al espléndido amanecer! –díjose el volátil ser–. Les daré una lección.
Y así, el guiriguay de la gente comenzó a ser armonizado por la bella voz del ave. Pero todo mundo siguió con lo suyo, indiferente al cantar de la colorida avecilla, con excepción de un pajarero que prestó oreja y ojo al canturreador, posado sobre la rama de un árbol, no muy alta.
–Ora verás que agarro ese pajarraco –exclamó el pajarero, pensando en los buenos duros que iba a obtener a cambio. Y en diciéndolo, lanzó una red certera que aprisionó a la infortunada criatura.
Más tarde, vendióle el pájaro multicolor a un próspero comerciante, quien se lo llevó a su esposa. Lo encerraron en una jaula dorada, y ahí se quedó hasta que se murió de tristeza. |