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Envuelta en el silencio del aposento, sólo interrumpido por el roce del lomo de las ratas sobre el maderamen del piso, se detiene absorta ante el gran espejo de la puerta central del viejo ropero de tres cuerpos. La luz crepuscular reproduce con detalles menos matizados la deprimente imagen de la mujer, la que ningún hada prodigiosa se dignó jamás embellecer. Aún conserva el pañuelo gris que le cubre la cabeza atado al mentón, estilo campesino.
La pañoleta de gruesa lana, el largo saco de varios botones grises, el escapulario y la falda azul que casi roza las botas de grueso cuero crudo se asemejan a tallos estrafalarios sin encarnadura visible excepto la cara demacrada y el rictus vil y misterioso de los labios.
“Como hace dos días, dos años, dos siglos…”,piensa. Encuentra la espalda mucho más encorvada que de costumbre o así le parece cada vez que se la ofrece a su imagen. El viejo delantal de dos bolsillos y los brazos tiesos sobre el cuerpo le aportan un toque de reservada dignidad, inescrutablemente proyectada en la mirada helada y azul. Había nacido en Córcega y la dura vida de huérfana precoz, solterona y solitaria la trajo a este lejano lugar para servir y sobrevivir.
Aquí gastó la juventud y el aliento. No era más que una sierva dócil con horarios agobiantes y salidas concisas. Algo más que un mueble que a lo sumo podía concurrir a la iglesia cercana por un par de horas y poca cosa más.
La vivienda consistía en una vieja construcción maciza de dos pisos, cruzada por pesadas vigas de hierro expuestas al exterior en las puntas. Pequeñas ventanas en el piso superior e inferior le daban el aspecto de una fortaleza minúscula, o un lugar de reclusión dotado de todos los requisitos para la práctica de la meditación profunda. La rodeaba por completo una alta muralla de ladrillos. El tiempo había hecho su obra pertinaz en la estrecha zona arbolada, rodeada de zarzas y arbustos descontroladamente envolventes del perímetro; pero en lo que a ella refería, el eterno se aplicó a su tarea destructora con entusiasmo de artífice.
Cerró por un momento los ojos y apretó los puños.
Se fue despojando lentamente de la ropa sin dejar de observar su imagen en el espejo. Volvió a apenarse de si misma constatando una vez más el pelo raleado casi blanco, deshilachado en las puntas.
Una vida sin razón de ser.
Sólo Dios conocía los motivos que tuvo para decretar su existencia. Concurría a la iglesia con asiduidad con la esperanza de que Él se comunicara con ella, al menos por un momento breve y le explicara por qué la trajo al mundo. Qué motivos moverían al Supremo para solazarse en verla sufrir tanto; por qué la cargó con esa pesada cruz. ¿A santo de qué?
Arrodillada sobre el reclinatorio esperó siempre e inútilmente la respuesta.
Se acostó finalmente. La espalda le dolía demasiado pero acomodó el cuerpo de modo tal que las puntadas poco a poco decreciesen. Bebió la tizana acostumbrada y apagó la pequeña luz que alumbraba un retrato juvenil y el rosario de cuentas que llevaba a misa.
Vivía sola desde hacía algunos años. El sustento se lo proporcionaban los hijos del matrimonio al cual sirvió, ambos fallecidos; ella de un aneurisma fatal y él en circunstancias aclaradas someramente. Era imposible encontrar un comprador dispuesto a gastar una fortuna en el arreglo más o menos decoroso de esa casa signada por la desgracia e invadida por las alimañas. En sus últimos años de vida oficiaría de perro guardián.
Tamborileo sobre la frazada como ejecutando una partitura a dos dedos. Se había decidido y ya no daría marcha atrás. Las decisiones de los corsos jamás dan marcha atrás.
Abandonó la casa al promediar la mañana. Debió transitar entre caminos serpenteantes, húmedos y resbalosos a cuyos lados se levantaban residencias seculares, albergues muy modestos y comercios pequeños de variada índole. Una fronda espesa abandonada a su suerte proporcionaba la sombra benigna en épocas de fuerte canícula. En suma un pueblo rural sin destino ni sobresaltos.
Sobre la cumbre de una pequeña loma algo alejada, se divisaba la iglesia, lugar reservado para prácticas sociales modestas y celebraciones litúrgicas rigurosas. Quien no observase los sacramentos y los ritos eclesiásticos podía considerarse un muerto en vida.
- Hola Florencia – se adelanta el cura párroco extendiendo sus brazos, con pasos ágiles y una amplia sonrisa de hombre maduro y comprensivo- ¿Qué haces por acá a estas horas?
- Discúlpeme Monseñor…No quisiera…
- Ya te he dicho que no soy Monseñor y tengo todo el tiempo del mundo para ti. Ven sentémonos al borde la glorieta.
Apoya el bastón con dificultad. Él la toma de un brazo y la ayuda a subir la pequeña cuesta.
- Vaya que me cuesta caminar…los años.
- Yo la veo muy bien y creo que tiene cuerda para rato.
- Mi amado Monse…digo Padre: Mi cuerda se acabará esta noche. Ya lo he decidido y no hay fuerza en esta tierra que me lo impida.
- Pe…pero que dices insensata. ¿A que te refieres?
- Dejemos los detalles que sólo a mi incumben. Vengo por otra cosa.
- Tú dirás, pero me dejas preocupa…
- No es mi intención preocuparlo. Vengo a verlo únicamente para confesarle algunas cosas que inútilmente se irían conmigo.
- Bien, lo que tu digas. Luego hablaremos de eso.
- No lo creo. Usted no me conoce en absoluto. Ya he tomado una decisión y eso es sagrado para un corso, como su palabra y manejar el cuchillo.
- Bien…te escucho hija mía.
- Es muy simple de explicar. Yo he asesinado al esposo de mi ama y al que luego de algún tiempo la pretendiera. Ambos crímenes no pesan sobre mi conciencia pero quiero ir limpia al cielo pues le quiero preguntar a Dios, antes que me mande al infierno, por qué me ha dado la vida que he vivido. Le preguntaré sólo eso y luego que Él disponga.
- La muerte de Mr. Stevenson se debió a una ingesta indebida de hongos tengo entendido. Recogió personalmente uno que resultó venenoso y murió. Acerca de eso nunca hubo duda alguna. El caso está cerrado, no sé que parte de esa muerte te atribuyes.
- Yo coloqué subrepticiamente uno, venenoso y letal, entre los que iba a ingerir ese día. Una de las recetas que acostumbraba elaborar personalmente, en base a una variedad de esos horribles engendros de la tierra me lo permitió. Desde niños a los corsos nos enseñan, antes que escribir, a conocer todo lo que tenga que ver con la muerte. Propia y ajena. Él era gran conocedor de todas las variedades, jamás habría cometido tamaño error.
- Y…respecto al pretendiente de Mrs.Stevenson, un tal Mr.Brown, Fiscal de Distrito, creo. ¿También tú lo…?
- Efectivamente. Nunca lo encontraron. Con las fuerzas que hoy me faltan pude urdir un plan casi perfecto para degollarlo sin que sufriera y sé por supuesto donde están sus restos. Tengo una prueba elocuente para demostrar mis dichos. Si usted me lo permite se la mostraré.
Hurga en un pequeño bolso que cuelga del brazo. Extrae un frasco envuelto en papel.
- ¡¡OH¡¡…¡Válgame Dios¡¿Qué es eso que estoy viendo y que se niegan aceptar mis ojos?
- Este es un dedo que he guardado dentro de una combinación química todos estos años. Los anillos prueban concluye e irrefutablemente a quien corresponde este dedo. Le entrego a usted también el plano para que la policía encuentre lo que quede de él.
- Pero dime insensata.¿Cómo es posible que hayas hecho todo esto? ¿Qué móvil puedes aducir para que dada una eventualidad muy remota pueda absolverte de tus crímenes?
- Querido Monse…digo Padre, perdone usted…
- Vamos, ¡Dime tus razones de una vez, sin prolegómenos¡.
- Mrs. Stevenson hizo arder mi sangre desde que la conocí. La amé en silencio y por las noches durante todo el tiempo que la serví me la imaginé desnuda junto a mi, en mi cama, ofreciéndome la dicha que mi equívoco instinto anhelaba. Todo lo demás no tiene importancia para usted.
Es Dios quien debe darme explicaciones. Sólo él.


Texto agregado el 12-10-2009, y leído por 106 visitantes. (0 votos)


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