Retrato contrapuesto: relato de caídas sin ascensos.

Mi maniática obstinación de hacerme fuerte, endurecerme y enfrentarme de pétrea manera a esta vida fútil y dañina, se ha acelerado en los últimos años como la decadencia de una ruinosa construcción abandonada a las inclemencias de la intemperie. Tanto, que una cáscara delgada, en principio, pero propensa a acentuarse en un amalgamiento continuo, como la corteza de un árbol, va cubriendo la totalidad de mi cuerpo; última muralla de una ciudad-fuerte sitiada por el salvajismo y carestía.
Aunque no soy, lo que se dice, un viejo (no cargo en mi esqueleto el peso de los años inmemoriales, ni la melancólica desidia, ni el recuerdo torturante de una juventud plena de júbilo y gozo sublimado) soy presa de una especie de vivencia condensada, como si el bagaje de experiencias que a cada quien le llega dosificado a lo largo de su vida, a mí me hubiese acaecido todo junto, como al unísono, de un solo golpe, que si bien no me ha matado, me ha disipado prontamente de toda ingenuidad y otras simplicidades, base pueril de toda esperanza.
Así estoy. Una capa reseca va expandiéndoseme desde la piel hacia adentro, hacia una interioridad cada vez más exigua, como una isla asediada por la creciente desmesurada del deshielo, como un charco en medio de un desierto pronto a evaporarse. Así es. Me vuelvo a cada instante más insensible, imperturbable, y me da lo mismo. Mis manos ya no sienten, los golpes ya no duelen. La capa va esparciéndose lenta pero inexorablemente y me acapara.
Todo piedra, cal, asfalto, soy; y mi mirada opaca en el espejo.
Mi cuerpo entero se entumece, se aletarga, fosiliza. Un cosquilleo apenas perceptible me recorre, y un requebrarse de grietas se despliega y precipita. Un apresurado craquelado me corroe, y mi rostro compungido comienza a desprenderse.
Entonces el estrépito.
Luego, todo lo que de mí queda es una nube incierta, el eco de un derrumbe, y la polvareda pronta a decantarse.

Se le hacía tarde y aún no sabía que ponerse. Corría de un lado al otro desesperada, se probaba una prenda, no le convencía y la soltaba así nomás sobre la cama. Tomaba otra, ésta no, es muy chillona, algo más, sí, ésta me parece que está bien, combina con las medias. Corría al baño, al cuarto nuevamente, y viceversa. Que el perfume, que el cabello, que ay que tarde es, que tengo que apurarme y salir ya para la fiesta.
Tenía que impresionar sobremanera, llegar altiva y deslumbrante, el paso firme la mirada firme el gesto firme como quien sabe exactamente lo que quiere y sabe exactamente qué hacer para conseguirlo. Así pensaba mientras manipulaba frenéticamente toda la parafernalia de cepillos secador de pelo prendedores, se embutía anillos, los sacaba, los volvía a poner en otro dedo y se miraba al espejo nuevamente y nuevamente.
Debía ser el centro de miradas cómplices atrevidas envidiosas suplicantes, debía fingir no darse cuenta, tejer redes con una sutileza tenaz, y estar sonriente y hermosa como siempre.
Parada frente al espejo tomaba la almohadilla con cuidado y esparcía polvo por sus pómulos, su frente, tapaba impaciente sus ojeras. Acumulaba capa sobre capa, acentuando un color acá, disimulando una arruga allá, alisaba su piel perfectamente, y sonreía. Empolvaba su nariz y se decía ésta soy yo. Lista para la fiesta.
Tomó la cartera, cruzó la puerta, y se subió a un taxi que arrancó de prisa, sin imaginarse siquiera que su casa entera se derrumbaría apenas al llegar a la esquina.