Resulta que el hombre había aprendido a generar procesos de producción agrícola y por primera vez en su historia, era capaz de procurarse alimento sin necesidad de depredar animales ni peces. Con suficiente cuidado, podía disponer de alimento saludable incluso en los inviernos más gélidos. Si se sembraba a tiempo, tras cosechar y almacenar los granos y legumbres producidos en determinados meses, el agricultor era capaz de asegurarse sobrevivir largos inviernos.
Tierra, agua, semilla y cuidados suficientes, permitían obtener de un grano, otros mil. El hombre ya no necesitaba migrar con el clima y nutrirse con sangre inocente.
La sociedad ya no era la misma, se desarrollaron los primeros núcleos urbanos y la división del trabajo se hizo de mayor variedad: alfareros, carpinteros, constructores y otras ramas productivas, debieron a la agricultura su nacimiento.
Pero nunca faltaron los insensibles: buena parte de los hombres se aferraba a la carne y explotando la naturaleza pasiva de algunas cabras, ovejas y razas vacunas, inocentes animales eran criados sistemáticamente con el cruel objeto de sacrificarlos para satisfacer indolentes barrigas, ávidas de carroña.
Cansados de ver tanta matanza, ciertos agricultores se hicieron combatientes en contra de la carnicería. Como no podía ser de otro modo, surgieron activistas y uno de los primeros defensores de los derechos de los animales, se hizo famoso pasando a la literatura clásica.
Más temprano que tarde, se dio el enfrentamiento histórico: Irritado por tanto sacrificio animal innecesario, Caín hizo probar su propia medicina a Abel y derramó sangre; una tan especial, que aún hoy da que hablar.
Aunque suene increíble, miles de años después, la verdad se resiste a ser bien interpretada. Aún hay quienes explotan inocentes seres con fines gastronómicos. Y quienes matan a sus hermanos por no comulgar con sus ideas.
La sangre de Abel clama desde la tierra, de igual manera que el multitudinario coro de los animales que sus descendientes aún depredan.
Pocos pueden oír estos lamentos, por las bocinas, gritos y motores que hoy cubren el éter. Quienes podemos percibirlos, solo intentamos ignorarlos, ¡claman tan fuerte!
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