Decíamos que Alzú, el amanuense del plagio nerudiano, finalmente quedó satisfecho de su poema y en paz con sus agitadas ansias. Ahora lo encontramos limando y ajustando los particulares esenciales para que el fluir de la linfa vital, digamos de la carta, no encuentre obstáculo ni roce alguno en su sinfónico vuelo hacia el mundo de Lara.
Alzú se quedó contemplado su obra, por modo de decir, y fue invadido por una extraña sensación; una especie de milagro que provenía de alguna región desconocida de su ser. Un escalofrío agitó todos sus sentidos, con la belleza que el viento acaricia los trigales.
En el poema palpitaba un ser vivo, una criatura creada desde las palabras de Neruda, que al parecer se juntaron solas, bajo el impulso caótico de Alzú, que no dudó en llamar a este proceso “metempsicosis literaria” -quizás sólo de psicosis se trataba-, aunque el término le sonó muy extraño e irreverente.
Algo había, esos sí, que no escapaba de su verdad más íntima: por fin, en ese poema proveniente de oníricas y nerudianas regiones había encontrado su personal caballo de Troya, con el que debía llegar al núcleo íntimo del corazón de Lara, que es donde pulsan como quásares, las fuerzas invisibles y misteriosas del amor adolescente.
Quizás el más hermoso y misterioso de todos los amores.
Ahora, su vida toda la sentía aferrada, cual náufrago a la tabla, a la esperanza en un poema. Por momentos frágil y vulnerable, otras como una sólida roca marina, indiferente a la furia de los océanos, transcurría Alzú estos últimos momentos, previos a la puesta en marcha de su plan y galope, por las estepas de los sentimientos.
Sólo faltaba ultimar los tentativos e indecisiones acerca del crisol donde verter y plasmar el poema: qué sobre, qué papel, cuál tipo de letra y su color?
En los detalles está la expresión de la sustancia -pensaba Alzú-, si bien este trance se revelara lejano de un juego de niños.
Comenzó los ensayos, las pruebas, fracasos y mínimos avances, con perseverancia y rigor: en una hoja blanca con líneas negras, que arrancó a su cuaderno de castellano, trató de embellecer el poema cuidadosamente, pero los resultados fueron desalentadores. Su horrenda escritura no cooperaba en nada, más bien oponía tenaz resistencia a la materialización de los versos.
La estética no cambiaba desde los diversos tipos de pasta de escribir ni menos con lápices de grafito de incierta nitidez. Probó y reprobó, combinó y recombinó lápices y hojas de papel con amplias gamas de matices, sin que la calidad sufriera cambios visibles.
Incluso la colección de lápices marca Parker, de su padre, no ayudaron demasiado, la alquimia no pasaba del plomo opaco al oro fulgurante del encanto poético.
Fue su abuela, de hidalga estirpe, que vino en su auxilio cuando Alzú recordó que ella poseía una caligrafía de rara belleza, típica del gótico ottocentesco que armonizaba con lecturas de interminables y maravillosas novelas que ella disfrutaba en sus años de severa viudez.
Recordó Alzú que su abuela poseía, además, una lapicera de un color rojo rubí, con pluma de oro. Nada mejor para el pincelazo final del poema -pensó con renovado entusiasmo Alzú.
Logró conseguir la tinta verde, fiel compañera del grande vate y en un dos por tres convenció a su abuela de poner manos a la obra.
Los detalles se fueron solucionando como por encanto: hoja de papel de un castaño muy claro y el sobre de un crema cálido.
El resultado fue espectacular. Besó con ternura la frente de su anciana abuela y corrió con su tesoro a refugiarse en la tranquilidad de su pieza, donde contempló en éxtasis la perfecta escritura que daba luminosidad al poema. Una sinfonía modelaba, con ritmo y precisión, desde la palabra singular, al verso, a la estrofa y al entero poema que se transformaba ante sus ojos hipnotizados en un objeto artístico con vida propia.
Lara quedaría sin argumentos ante la potencia de su declaración -pensó un radiante Alzú.
Ahora sólo faltaba encontrar el modo y el momento justo, es decir, hacer las cosas con la sensibilidad y el tacto que los sentimientos exigen. Las cuerdas del amor deberían sonar la misma melodía en ambas jóvenes almas, que se buscaban desde esferas diversas hacia un confluir único.
El polen en la nave del viento individuando su flor. La vigorosa elegancia de Lancelot, la sensual delicadeza de Ginebra.
Antes de volver a doblar la carta, siguiendo las líneas con que lo hizo su gótica abuela, recordó su último consejo. Entonces invocó la ayuda de esa desconocida reina de Saba, inigualada conocedora del arte del perfume.
Ardua labor de éxito incierto. En algún lado había leído de un perfume Chanel 5 que una famosa actriz rubia platinada, Marilyn Monroe, declaraba dormir vestida, sólo, con algunas gotas de ese perfume. La imagen producía en Alzú un cierto efecto, pero estaba más cerca de la publicidad que de la poesía y la descartó como señal de tiempos que no eran los suyos.
Volvió a los suyo al pensar que en las altas montañas se encuentran unas pequeñas flores de colores intensos y luminosos, cuyo secreto aroma lo revelan a la distancia de un beso, y es embriagador.
Era el perfume que buscaba Alzú, y que Lara debía descubrir leyendo su poema. Esta revelación se manifestaría a nadie más que a Ella.
En un principio creyó justo enviar la carta por correo común y corriente, sucesivamente a través de una amiga y otras posibilidades siempre descartadas, hasta que nació espontánea y potente la decisión de entregar personalmente el sobre con su poema a la dueña de sus tormentos ya cercanos a lo insoportable.
Alzú enfrentaría el ser o no ser, ante el sol de su adolescencia.
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