Cuando me presentaron al Ché
Lo digo de veras, y sin ninguna vergüenza, que cuando recién desembarqué en París, por allá por los años 60, mi ideal masculino residía en un hombre de facciones finas, que me hablara con voz de terciopelo, que viviera en una casa con jardín y cerca de una plaza ( ¡ y en pleno Paris!); que oliera a loción...y tuviera un acento fascinador para decir "te quiero". Traía en mis maletas los últimos y maravillosos boleros que cantaba Lucho Gatica y algunos tangos que me ayudaban a reflexionar en el por qué de la existencia desgraciada de un arrabalero, que sólo conocía penas de amor con la noviecita que lo había abandonado y la muerte de su madre vieja.
Sí, y lo digo y reitero sin ninguna vergüenza, el Ché para mí era un perfecto desconocido. Al único que sí conocía, de reputación, era a Fidel Castro; con su barba hirsuta, su beret de guerrillero y su ametralladora al hombro y fotografiado en plena ocupación de La Habana. Claro que estaba rodeado también por otros cuantos barbudos que gesticulaban con sus fusiles en el aire, y a lo mejor entre ellos estaba nuestro emblemático Ché, pero no me llamó la atención del todo en aquel tiempo. El único que atraía y fascinaba por su coraje y rebeldía, a la chiquilla que era yo por ese entonces, era Fidel y además...con sus casi dos metros de estatura ¡qué delirio!
Con el correr del tiempo y los "cototos" que me ha dejado la vida, cuando rememoro a la "señorita" estudiante que llegó a París, arrastrando una maleta llena de libros en castellano (por si no los encuentro en la capital de Francia, no se sabe nunca ¡oye!) y que, por el contrario, había "abandonado" un montón de discos pensando que esos cantantes famosísimos que se escuchaban en las ondas a lo largo y ancho del país debían forzosamente ser super conocidos en París y la verdad fue que resultaron ser unos perfectos desconocidos; miro a esa señorita y trato de acercarme a ella. A veces acaricio de manera imperceptible su tez juvenil, luego tanteo mis propias arrugas y suspiro pensando, de manera filosófica, que tuve mucha suerte de haber desembarcado, sin heridas ni moretones de ninguna especie, en París. De haberme enamorado platónicamente de Fidel y no del Ché, al que me presentaría una estudiante francesa inteligente, llena de interés por América Latina y por la "latino" que yo era.
¿Cuándo fue que lo vi por vez primera? Fue simple y sin trampas. Marjorie (que tal era el nombre de esta amiga francesa) vivía "encumbrada" en un sexto piso de una de esas habitaciones burguesas como suele haberlas en París. Le arrendaban ese cuartito (que más bien era un cuartucho) contra vigilancia de tres monstruos llenos de energía, capaces de desbaratar el ascensor del edificio o de hacer acrobacias con los cables eléctricos de la avenida.
Entrando en su cuarto, el tiempo de que ella se bajara del catre, donde se había encaramado para poder abrir la puerta en grande, y mi mirada se anidó en la del Ché. Desde su plataforma improvisada Marjoirie lanzó "et voici le plus beau du monde, ton compatriote, Ernesto Guevara dit le Ché" (y aquí tienes, al más guapo del mundo, a tu compatriota Ernesto Guevara, llamado el Ché) Debo aclarar que Marjorie nunca pudo hacer la diferencia entre la chilena que yo era y la argentina que ella "suponía" que yo era, porque como me lo dijo una vez "tout compte fait, vous êtes tous des "latinos", avec un héritage culturel commun!"
( al fin y al cabo, ustedes son todos latinos con una herencia cultural común). Y por cierto que ella tenía razón. Sólo que en aquel tiempo yo todavía no había "asimilado" esa no diferencia "táctica", nacida de una constante querella fomentada por nuestros políticos, con el fin de mantener ocupada la mente de la gente."Más vale ir a meterle bala al vecino, que de meterle bala al gobierno".
Cierto es que su beret, su trellis y el eslogan de aquel retrato no me eran desconocidos, en cuanto al Ché mismo, bueno, lo miré como se mira una foto que una amiga te muestra de uno de sus amigos. "Il est beau n'est ce pas?"(¡qué churro! ¿cierto?), se pasmaba Marjorie. ¡Quel homme!¡Quel guérrillero! ¡Comme j'aimerais me faire enlever par lui! Pas toi?"( ¡qué hombre! ¡qué guerrillero! ¡cómo me gustaría que me raptara! ¿ y a ti?). De repente mi amiga se dio cuenta de mi falta de entusiasmo. Entonces me vi obligada a contarle los pormenores de mis delirios con Fidel. Fidel, al que todos los amigos o "enemigos" de mi barrio o de mi centro social, se habían asociado por antonomasia, dejándose crecer la barba en signo de rebeldía. Sólo que para muchos esa muestra física no pasó de ser más que una muestra. Una moda, una imitación. Ninguno había logrado hacer que se me desencadenara "el gran tiritón", ni que se me pusiera la carne de gallina. Por más barbudos que fueran, ninguno de ellos tenía la estatura de Fidel, era original como Fidel, ni valiente, ni "gallo" con agallas como Fidel. Y la conversación con Marjorie deslizó hacia el por qué y el cómo de tanto revoltijo en el mundo. Cuando me despedí de ella, después de un ataque de risa y de un atoro por tragar atravesado, le confié, como un secreto de estado, que mi ideal consistía en un joven fino, culto, que no oliera a sobacos, de piel suave después del afeite matinal, que hablara castellano con un acento que me hiciera tiritar de pies a cabeza y que tuviera sólo ojos para mí, nada más que para mí, hasta el punto de que cuando saliera a la calle ni siquiera pudiera atravesarla de tanto tenerme en los ojos. Marjorie hizo estallar una carcajada cristalina y volteando la cabeza hacia atrás exclamó "Hou – lala, je ne sais pas si celui-là, il existe vraiment!" (¡ oh, no sé si ése de verdad existe!) En lo cual se equivocaba, existía: tenía ojos azules, una tez blanquísima, hablaba pausadamente y era un apasionado admirador de la revolución cubana..
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