Y Dios creó al Hombre, lo puso a vivir en el Paraíso y le destinó como alimento los frutos de la tierra, menos la manzana.
Pero el Hombre se hizo una reingeniería (como las costillas de hoy en día se hacen la lipo o el lifting, como si tal cosa): hizo pye de manzana, se comió las deliciosas vaquitas, construyó torres multifamiliares donde reina la confusión, y con el cuento de que tiene no sé cuántas costillas, armó un desmadre padre.
Y Dios se llenó de ira, e hizo caer lluvias de fuego y azufre (y de las de agüita también), sacudió la tierra y sopló sobre ella (como el lobo del cuento), y mandó diluvios y plagas. Y para que no quedaran dudas sobre su voluntad, mandó publicar un Decálogo del Hombre Bueno en los diarios de mayor circulación.
Y el Hombre, en respuesta, afirmó que no tenía que obedecer ningún mandamiento porque, después de todo, Dios no creó nada. Y explicó el mundo y el universo con teorías de la evolución, la relatividad y el bigbang; y las lluvias de fuego y las de agüita y otras muestras de la furia de Dios con volcanes, corrientes piroplásticas, masas de vapor de agua, presión atmosférica, mareas, placas tectónicas y fallas. Y por último, dijo que Dios no existía.
Y en esos pleitos los encontramos ahora: que tú no existes, que ahí viene la plaga. Al final de cuentas, los conflictos del Hombre moderno con Dios no pasan de ser una disputa de derechos de autor.
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