Banco de Otoño
Llegó cuando las hojas muertas cubrían ya
sus sueños y la espera. Entró sin hallar más
resistencia que aquella la de guardar las
apariencias, y se instaló como si no fuera a partir
jamás.
La dejó hacer, convencido de que no hay feroces
murallas ni elaboradas y cínicas metáforas que
puedan aguantar el feliz roce de ciertas sonrisas y
miradas, cierto tono de voz y anheladas ternuras.
Ella no sabía, es de suponer, que él había
clausurado todas sus puertas siglos atrás, que sólo
al triste soplo de pequeños amores, aventureros y
fugaces, se entreabrían.
No sabía, no sabía, es seguro, porque es como
para maravillarse de cómo, al simple influjo del
canto de su voz se renovaban los colores; cómo,
al toque de su presencia, se dislocaban los astros y
ella era la noche y el día, el sol y la luna.
Pero él sí sabía que el amor nos es dado sólo en
pequeños sorbos y que no hay que desperdiciarlos.
Así que se envolvió en la vorágine sin
arrepentimientos, atesorando el día que se nos da.
Era tan lindo de nuevo vivir, tan de locos
esos labios y su pelo, tan de sabios el no
pudor y el desenfreno, tan cierto y bello, tan
implacablemente efímero...
Una prevista tarde –esas miradas perdidas, esas
melancolías prolongadas- le anunció que partía.
De nada vale la cordura en estos casos. No hay
lágrimas que rediman, ni palabras analgésicas, ni
noches cortas. No hay quien salve del dolor. Se
ha ido.
Así de sencillo, de nuevo el amor se arropó
de olvido. Y él fue, después de la tregua, sin
violencia –algo se aprende con los años– a
sentarse en su banco de otoño.
Un poco más muerto, quizás... un poco.
Verano ’91 . Holanda.
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