Hoy no pude encontrar las aspirinas. Por más que roté la casa no di con ellas. Como todo el que pierde algo inculpé a todo el mundo. Dirigía, con acostumbrada furia en mí, una ráfaga de juramentos y maldiciones que estrellaba contra las almas de aquellos infelices. Nadie podía detenerme y en un ataque de cólera grité que asesinaría a alguien. Todos sabían que tales locuras sólo ocurrían cuando estaba bajo los efectos de los nervios y decidieron que era indispensable encontrar las aspirinas. Actuaron conforme palabra del más sabio y empezaron la búsqueda. No hubo sitio donde mano, ojo, o intuición, se lanzara con fines perentorios. Me reservé entre tanto en un estado de hostilidad en el asiento de la sala. Los veía presurosos, acechados por la amenaza de mi mirada. No tenían cautela a la hora de desorganizar todo patas arriba y el ruido ayudaba a alterar mis nervios. Empezaba a sentir un volcán dentro de mí y nadie reparaba en ello. El sabio fue el único que se percató y trató de aminorar el ruido. Pero fue tarde. Me levanté y me arrojé contra él con suma disposición. Lo tomé de las patas y le mordí el cogote para que dejara de gritar. Fui a la cocina y volví con un cuchillo. Todos miraron la escena con profundo terror. Se agruparon alrededor, concientes que su suerte les garantizaba el mismo destino. Tiré al sabio al piso y me arrodillé delante de las miradas de los demás. Un silencio cubrió el largo y ancho del lugar. Ni un soplido se escuchaba. Empuñé el cuchillo y lo alcé. Pero me di cuenta que con los nervios jamás podría ser tan certero y tal vez lo único que cometería sería absurdo y grotesco. Busqué en el bolsillo del pantalón y extraje el frasco de aspirinas. Lo abrí y tragué dos. Como lo recetó el médico anteriormente.