El jaguar ha alumbrado a mis crías. Dos hembras y un macho. Indefensos aún siguen ocultos bajo el seno de la madre, que brinda sus tetas para que se alimenten mientras los acicala. Yo debo permanecer en las sombras. Bajo el celo maternal cualquier intento de acercamiento sería un asomo de amenaza fortuita. Sin ánimo de perturbar el ritmo de la naturaleza observo la escena y algo intensamente tierno surge de la misma y me conmueve. Es el tiempo simbolizado en las crías, la continuación del ritmo de la vida que no se detiene y cambia de forma o estado. Esa permanencia física en el hábito animal. Me retiro de la guarida. Ya es la noche y no hay otro mejor momento para cazar al venado. Últimamente ha escapado porque ha sabido aprovechar mi desventaja en terreno alto y pedregoso. Esta noche no cuenta con mi elemento extra. Un motivo que ha agudizado mis instintos al límite de la inmortalidad. Que me hace tan sigiloso como el viento, igual de silencioso que la roca. Eso que me declara un padre guardián y abnegado. Hoy el jaguar tiene hambre.