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CLORITO, EL LORITO FANTÁSTICO
Carlos Marín Jiménez
Ya era de noche, pero los loritos pequeños no se querían ir a dormir. Hacía una luna esplendorosa y su reflejo se veía, desde lo alto, en las cintas plateadas de las quebradas.
La gran familia de loros, donde había hermanitos de diferentes edades, primos, tíos, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y, por supuesto, papá y mamá, se habían reunido a conversar, antes de retirarse a sus lechos, en la copa del árbol más alto, en lo más espeso de la selva.
―Mami, papito, abue, déjennos volar otro ratito ―empezaron a decir los loritos―, todavía no queremos ir a la cama. Queremos ver el mar por última vez, antes de que nos dé sueño.
―No, hijos ―dijo la más viejita de las loras, a quien todos llamaban abuelita ―, ya se hizo tarde ―su voz era grave y tenía la suavidad del algodón y de la seda―, ya los congos dejaron de rugir; la noche es peligrosa. Además, mañana es otro día. Recuerden que el búho es un gran trasnochador y podría despertarnos a deshoras con su buuu buuu. Para que les dé sueño, vamos a hacer algo diferente: les contaré un cuento:
―іOoh! ―dijeron a un tiempo los loritos―, eso sí nos gusta.
―Lo que voy a contarles es historia verdadera, y muy reciente, pero es como un cuento ―la abuelita lora inclinó hacia un lado la cabeza, lentamente, como para acomodar los recuerdos en su memoria. ―Voy a contarles la historia de Clorito, el Lorito Fantástico, nuestro Benefactor. Clorito, el Lorito Fantástico, desde pequeño fue muy fogoso y le gustaba desarrollar sus habilidades al máximo. Le encantaba inventar trabalenguas y estallaba de risa cuando a sus amigos se les hacía un nudo en el pico sin poder repetir sus invenciones: “Lora, lorita, dame la lira. Ríe la lora, con su risita de lira rota. Dame la lira, lorita lora”.
Cuando Clorito se lanzó del nido por primera vez, casi se estrella contra una rama del árbol donde se encontraba, pero no le dio miedo. Más bien dijo: “para ser la primera vez, lo hice muy bien. La próxima lo haré mejor” y apenas pudo, empezó a ensayar todo tipo de vuelos: en línea recta, hacia arriba, hacia la izquierda, hacia la derecha, en picada, pero cuidándose de hacer siempre el mejor aterrizaje. Otro de sus ejercicios predilectos consistía en colgarse de una rama, con sólo una pata, estirar un ala y hacer girar su cabeza en todas direcciones. En esa posición, lo mismo le daba contemplar las nubes escurridizas en el cielo que el cauce lejano de los ríos.
Clorito jugaba todo el día, volaba a todas partes, probaba todos los bocadillos del bosque que les gusta comer a las loras. También aprendió muchas cosas de los mayores, como los puntos cardinales, para saber hacia dónde volar, así como las estaciones, para saber si estaban cercanos los soles ardientes, el viento o los aguaceros.
Clorito, el Lorito Fantástico, se sentía el ser más afortunado de la Tierra. Pensaba que no podría haber un mundo más hermoso que el que conocía: un bosque siempre verde, comida en abundancia, el mar, para verlo desde lejos, los ríos, las montañas, y muchos animales de otras especies, algunos muy graciosos, como los monos y las ardillas. Más de una vez, sólo por divertirse, iba a revolotear sobre la cabeza del mono araña, para verlo estirar su brazo delgado y largo, con intención de atraparlo, pero él no se dejaba.
Clorito, el Lorito Fantástico, iba creciendo, y creciendo, y un día se extendió el rumor, en el bosque, de que allá muy lejos, si se volaba muchas horas en dirección Noreste, se encontraría la ciudad de San José. Allí vivían, por cientos de miles, en casas y edificios, los seres humanos.
―Abuelita, ¿qué son los seres humanos? ¿Cómo son ellos? Nosotros no los conocemos ―interrumpió uno de los loritos.
―No, por supuesto, sólo algunos de los más viejos de nosotros los conocemos. Los humanos son unos seres raros. No son fáciles de entender. Caminan en dos pies, se cubren el cuerpo con vestidos de cualquier color, hablan mucho y no saben lo que quieren.
―¿Qué más, abuelita? ¿Qué comen?
―De todo. Podrían comernos a nosotros.
―іUy, que no nos coman! Pero síguenos contando de Clorito, el Lorito Fantástico.
―Bueno, el caso es que Clorito, desde que escuchó aquel rumor, ya no hablaba de otra cosa. Quería viajar a San José. Decía que ya estaba suficientemente grande para ir en busca de aventuras. Era cierto que él vivía muy feliz en medio de la selva, pero también quería ser alguien en la vida, y nada mejor para eso que ir a probar suerte en la ciudad. Tan poderoso era este pensamiento, que una madrugada se levantó más temprano que nunca, calladito, se preparó un buen desayuno, tomó bastante agua y emprendió el vuelo en dirección Noreste.
Voló durante horas y, en el camino, más de una vez le palpitó el corazón de verdadero terror, pues cruzó territorios donde no se veía ni un solo árbol grande, lo que le hizo pensar que allí moriría de hambre. Sin embargo, su firme determinación lo impulsaba a seguir volando. Ya estaba a punto de desfallecer de cansancio, cuando, por fin, empezaron a desfilar, bajo sus ojos, casas y edificios, gente caminando por las aceras y vehículos en las calles. Era la ciudad capital. Aunque se sintió un poco atemorizado por el ruido, Clorito se dijo a sí mismo: “Lo logré. Ahora sólo necesito un lugar para descansar”. Buscó con la mirada, desde lo alto, un sitio apropiado, hasta que divisó un pequeño bosquecillo. Era el Parque de la Sabana. Después fue cuando se enteró de que así se llamaba ese lugar. Se posó en la rama más alta de un eucalipto y allí pasó la noche. Por cierto, no le agradó el aroma del eucalipto, pues lo encontró demasiado exótico.
A partir del día siguiente, Clorito, el Lorito Fantástico, se dedicó a ver cómo podía sobrevivir, así que buscó un bocadito acá y otro allá, con gran esfuerzo, pues la ciudad no es un buen lugar para que vivan las loras, hasta que encontró un modo de ganarse la vida, y así vivió muchos años.
―¿Muchos años?; ¿cómo puede un lorito sobrevivir en la ciudad? ―, preguntaron los loritos interrumpiéndose unos a otros.
―Clorito, como muchos loros, podía repetir lo que oía; pero, además, tenía buena voz, y eso fue lo que le sirvió para encontrar trabajo al día siguiente; pues después de volar a baja altura, para acá y para allá, para familiarizarse con las calles y avenidas, se acercó a un hombre que vendía periódicos y Clorito empezó a repetir las palabras que el hombre decía. Al principio, al individuo le causó mucha gracia oírse remedar por un loro, pero luego vio una gran oportunidad de negocio, así que, sin pensarlo dos veces, le ofreció tomarlo como ayudante suyo, a cambio de un sueldo. De esta forma Clorito, el Lorito Fantástico, se convirtió en pregonero. El trabajo era facilísimo. Lo único que tenía que hacer era repetir toda la mañana: “noticias, noticias”, y el dinero salía de los bolsillos y carteras de la gente.
Clorito ya no tenía que preocuparse tanto por la comida, pues con lo que ganaba trabajando de pregonero, iba a comprarla al Mercado Central, en un almacén de granos y semillas. Tan bien le iba en su oficio, que los domingo se daba el lujo de ir al Súper, a comprar comida enlatada, especial para loros.
―Abuelita, pero usted nos dijo que los seres humanos podían comernos. ¿Cómo es que Clorito pudo sobrevivir entre los hombres?
―Es cierto hijos, pero ya les dije también que los seres humanos son raros. Clorito, al principio causó gran novedad en San José, y pasó algunos peligros; pero al poco tiempo ya no era noticia para nadie. Los seres humanos a todo se acostumbran. Bueno, una vez se llevó un buen susto, cuando pasó doce horas en una jaula, pues una señora intentó robárselo, para ponerlo en el jardín, de adorno, como si fuera una maceta colgante. Por suerte pudo escaparse al día siguiente, cuando la señora abrió la jaula para darle agua.
―Abuelita, hasta ahora la historia nos ha parecido interesante, pero no nos has dicho nada verdaderamente extraordinario, como para que llamaras a Clorito “Nuestro Benefactor”.
―Bueno, lo que pasa es que Clorito, durante su vida en la ciudad, aprendió algo más. Algo que nunca antes había ocurrido en ninguna parte del mundo y que él guardó en secreto, por mucho tiempo.
― ¿Cuál es el secreto, abuelita?
―Se los diré más tarde. Les prometo que no se me va a olvidar, pero primero déjenme contarles algo triste: mientras Clorito, el Lorito Fantástico, se iba labrando su destino en la ciudad, habían empezado a llegar, a la región de los loros, año tras año, hombres con hachas y motosierras a talar árboles, y a llevarse las trozas en caravanas de camiones. Después abrieron carreteras en medio de la selva y, finalmente, construyeron hoteles y comercios. Desde entonces, las personas empezaron a entrar y salir por millares, como hormigas, dejando a su paso agua sucia y contaminada y toneladas de basura. Con ello, nosotros, lo loros y todos las animales de la selva, empezamos a sufrir penalidades. La comida escaseaba y ya casi no había donde refugiarse para vivir en paz.
― ¿Y qué hicieron entonces? ―, preguntó uno de los loritos―.
―La situación se volvió tan intolerable, que un día, la comunidad de los loros decidió organizar a todos los animales de la selva y llevar a cabo, para protestar, una manifestación. Realizarían una marcha, desde el bosque hasta llegar a la propia ciudad de San José. Los seres humanos, cuando los vieran, tendrían que entender sus sufrimientos y hacer algo por ellos, por lo menos detener tanta destrucción. Así lo hicieron y el día que llegaron a la carretera, tanta sorpresa y admiración causaron entre la gente, que en pocas horas habían llegado los periodistas y las cámaras de televisión a la zona y la noticia empezó a difundirse por todo el país. También habían llegado patrullas y un camión lleno de policías antimotines, por si se producía algún disturbio.
Clorito también había sido uno de los primeros en enterarse de la noticia. La vio en la tele, en la ventana de una tienda de electrodomésticos, donde casi siempre estaban los televisores encendidos. Para informarse de los detalles, pasó una vez y volvió a pasar, volando a poca altura, pero cuidándose de los cables de la electricidad.
Clorito, a pesar de haber vivido mucho tiempo en San José, nunca se había olvidado de la familia. Más bien había estado ahorrando dinero para regresar algún día y, tal vez, quedarse para siempre. Así que cuando vio las pantallas de la televisión, sintió una mezcla de alegría y tristeza, más cuando le pareció reconocer a algunos de sus amigos de infancia. Entonces dijo: “este es el momento; volaré al encuentro de mis hermanos”.
No había terminado de decirlo, cuando ya Clorito se imaginaba el edificio del Banco Nacional haciéndose pequeño detrás de él, cuando volara por encima del cerro de La Carpintera.
Por segunda vez en su vida, Clorito volvía a recorrer una enorme distancia, pero ahora sin mayor dificultad, pues ya estaba grande y sólo se trataba de atravesar el mismo camino, aunque en sentido contrario.
Voló de nuevo muchas horas y, al final, se encontró con los suyos en la Costanera Sur, muy cerca de Playa Dominical, exactamente en el cruce que va para San Isidro de Pérez Zeledón.
Apenas llegó, los loros le contaron, entre besos y abrazos, lo que había sucedido. Clorito les dijo que de las calamidades ya estaba enterado, por la televisión, pero que le explicaran paso por paso lo que pensaban hacer.
Como para los animales es fácil hablar entre ellos, le expusieron minuciosamente cuál era el plan que habían trazado: se trataba de una manifestación silenciosa; harían toda la marcha, a pie, descalzos, como andan todos los animales. Nadie se adelantaría demasiado, aunque los loros y las demás aves podían volar, pues había que considerar a aquellos que caminaban muy lentamente, como la tortuga y el perezoso. La araña y la hormiga roja irían delante de todos, pues, como tenían muchas patas, podían devolverse rápidamente a dar aviso en caso de peligro. El cangrejo marcharía de último, caminando para atrás, para atrás, mirando atento el camino que ya habían andado, por si venía algún camión que pudiera aplastarlos. Cuando llegaran a San José, se dividirían en grupos. Unos irían a la Casa Presidencial, a pedir clemencia, con su silencio. Otros irían a la Asamblea Legislativa, a pedir leyes protectoras y otros irían a la Corte Suprema, a pedir justicia. Se había acordado que los peces se quedaran en sus arroyos, pues corrían peligro de ahogarse en el camino, si no llovía. La avispa los acompañaba, pero se había comprometido a no irritarse ni clavar su aguijón a nadie, pues esta era una marcha pacífica. La mantis religiosa se había quedado en su altar de hojitas verdes, rezando para que todo saliera bien.
Cuando le contaron todo eso, Clorito, el Lorito Fantástico, observó el tumulto de animales, personas curiosas, periodistas y policías y empezó a gritar diciendo que él quería hablar. Esto, al principio, causó risa y admiración entre la gente y entre los mismos animales, porque estos últimos no entendían lo que decía en ese momento. Tanta fue su insistencia, que un policía le alcanzó un altavoz y entonces Clorito pronunció un discurso. Dijo tantas cosas y tan conmovedoras que, cuando terminó, a un periodista de la televisión se le escapó un comentario: “Este es un lorito fantástico”.
Clorito dijo, entre muchas otras cosas conmovedoras, que todos ellos estaban dispuesto a ir adonde hubiera que ir, no importaba si algunos murieran en el camino; de por sí ya habían muerto muchos, unos en manos de los cazadores, otros de hambre y de sed, producto de la destrucción del bosque. Los hijos de sus propios parientes, las lapas, habían sido vendidos, como esclavos, todavía pichones, por comerciantes ilegales de aves. Dijo que los animales ya habían soportado demasiado, que casi todos estaban muriendo y que muchas especies se estaban extinguiendo para siempre. Que en la naturaleza todo es equilibrio, pero que este había sido perturbado por las acciones insensatas de los seres humanos. Clorito, finalmente, terminó sugiriendo que si los seres humanos no podían parar el desarrollo de nuevos proyectos, por qué no lo hacían sin necesidad de alterar, peligrosamente, las condiciones de la naturaleza, por ejemplo, dándole tratamiento adecuado a los residuos y reforestando, con especies de la zona, todas las áreas donde cupiera un árbol.
Todos los concurrentes habían permanecido en silencio mientras Clorito hablaba; habían bajado la cabeza y más de uno lloraba, con gran pesar en el corazón, por el sufrimiento a que habían sido sometidos los animales. Al propio Clorito le rodaron al final dos gruesas lágrimas por su pico encorvado y una se le metió en los huequillos de la nariz y lo hizo estornudar.
Abuelita, ―interrumpió uno de los loritos―, ya nos hiciste llorar con el discurso de Clorito. También nos hiciste reír con el estornudo. Pero no nos has dicho el secreto que nos prometiste.
―Ya se los dije sin darme cuenta. El secreto era que Clorito, el Lorito Fantástico, de tanto andar entre la gente, había aprendido a entender el lenguaje de las personas. Lo que pasa es que nunca había querido hablar como los demás habitantes de la ciudad, pues ellos decían muchas tonterías. Además, mientras vivió allí, para él era suficiente repetir: “La Nación, La Nación”.
―Pero, abue, tampoco nos has dicho por qué llamaste a Clorito “Nuestro Salvador”.
―Porque después de semejante acontecimiento; después de que Clorito Pronunció un discurso en el lenguaje de los seres humanos, ya no fue necesario ni siquiera continuar la marcha. A las personas les dio vergüenza; en cuestión de horas se inició una cruzada nacional en defensa de los animales, intervino hasta el Presidente de la República y varios de sus Ministros, y se comprometieron a hacer algo, y pronto, por los animales de la selva. Pidieron a los manifestantes que volvieran, tranquilos, a su hogares, ya que ellos cumplirían su palabra. Los animales lo hicieron y, tiempo después, cuando ya algunos había perdido la esperanza, se realizaron muchas de las cosas prometidas. Se aprobaron decretos y leyes muy beneficiosas, para proteger la flora y la fauna silvestre. Lo más importante para nosotros fue la creación del Parque Nacional de las Loras, que así se llama el territorio donde ahora vivimos.
Por eso es que hoy podemos llamar a Clorito, el Lorito Fantástico, Nuestro Salvador.
A él le debemos la Patria en que vivimos y las riquezas que aún se conservan del bosque.
―іBravo!―, dijeron lo loritos y después uno de ellos preguntó: ―¿A los seres humanos nunca se les había ocurrido como protegernos a nosotros, abuelita?
―Tal vez algunos lo habían pensado, ―contestó la abuela―, pero fue necesario que Clorito, Nuestro Benefactor, viniera a decirles cómo.
―Entonces, ¿ya no hay peligro con los seres humanos? ―, volvió a preguntar.
―Bueno, ―dijo ella con un poco de tristeza, ―el peligro siempre existe. Sólo estaremos a salvo mientras no se olvide la gran hazaña de Clorito, el Lorito Fantástico.

Texto agregado el 08-06-2004, y leído por 278 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-07-2004 es entretenido, valia la pena leerlo, besos. lorenap
 
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