Está en un autobús con varias horas por delante.
Se la comen los recuerdos. Anochece, y las sombras van adueñándose de todo. Observa con indiferencia como el asfalto se vuelve aún más gris, el cielo pierde su brillo, y ya apenas se distinguen los árboles. Sólo las luces de una ciudad cada vez más distante.
De fondo la tediosa música de la radio, que siempre habla de lo mismo con distintas voces.
También hay otras voces; las de los viajeros que, como ella, solo quieren llegar por fin. Hablan de banalidades, pero esas banalidades son las que conforman sus vidas.
Ella prefiere no pensar en nada, cada banalidad es un recuerdo que prefiere dejar hibernando hasta que pase el invierno.
El autobús gira, deja de haber árboles ocultando el horizonte.
Echa una fugaz mirada, con desinterés. Al mirar a lo lejos, ya no puede apartar la vista.
El sol acaba de ocultarse entre las montañas, pero su luz aún inunda el horizonte.
Las nubes y el cielo se han vuelto dorados. Cuando su vista se acostumbra, se da cuenta de algo sorprendente: el cielo se ha cubierto de tantas tonalidades que le es difícil definirlas todas. Añil, rosa, naranja…y por encima de todo, ese dorado cálido y tranquilo.
Y las montañas se cubren de diversos marrones. Los árboles, antes grises, ahora defienden su verde hasta el último resquicio de luz.
A su alrededor, dentro del autobús, nada cambia. Sigue la música, siguen las conversaciones ajenas a lo que ocurre en el cielo.
Piensa que esa visión es suya. Solo para ella. Sus colores perdidos le están reprochando haberlos olvidado.
Y de pronto se da cuenta de que está sonriendo de nuevo.