Por alguna razón que no he podido entender, desde que he llegado a vivir en la zona de Nuevo Paraíso, me han sucedido extraños acontecimientos, que les voy a relatar de la mejor manera posible, aunque para ellos tenga que lidiar con la razón. Tal vez me esté volviendo loco, pero pienso que todavía estoy con los cinco sentidos bien puestos, a pesar que ya estoy próximo a cumplir los sesenta años. De todas maneras se hace necesario que intente comunicarles lo que me ha sucedido hace unos días atrás, ya que así podré descargar mi conciencia. Sé que al terminar esta historia, ustedes serán de la idea que he perdido la razón.
Sucedió a poco que llegué a esta zona, juntamente con mi esposa y mis dos hijos, para establecerme en un terreno que había adquirido a mi compadre Elisbán, atraído más por la riqueza de estas tierras, ya que se puede cultivar y cazar de todo en cualquier época del año. Mi compadre me había advertido que esta tierra no era buena para cazadores como yo, con poca experiencia, porque los animales cada día se iban internando más y más y se necesitaba mucho olfato para encontrarlos. No hice caso de su advertencia, pensando que era parte de alguna de sus bromas que solía hacer.
Así que a los pocos días de estar instalado en mi nuevo hogar agarré mi escopeta y salí hacia el monte, advirtiendo a mi esposa que no se preocupara si no regresaba pronto.
El primer día la pasé buscando huellas junto a la quebrada, cerca de los troncos de shapaja, entre los matorrales, hurgando en los nidos de los pájaros o en los troncos ahuecados, en las chacras sembradas de yuca y en cuanto lugar creía que podría frecuentar algún venado, un sajino, una carachupa o una manada de huanganas.
Pero nada.
Al día siguiente me encontraba muy lejos de mi casa y la tarde se iba lentamente para dar paso a la noche que venía cargado de unas nubes negras con las claras intenciones de malograr mi cacería. Así que contra mi voluntad me hice de un refugio al pie de un árbol, de esos que tienen su copa hecho un follaje, y guarecerme de la lluvia. Tenía la ligera esperanza que, a pesar de las circunstancias, me haría de algún animal para no regresar con las manos vacías.
Rodeado de arbustos y de ramas que me rozaban el rostro, me acomodé en un lecho de hojas secas antes que la noche cubriera totalmente la selva.
Al poco rato empezó la lluvia. El cielo se cubrió de un manto negro que, aunque haya nacido en esta bendita tierra, no deja de estremecerme, pensando en la posibilidad de un cataclismo que acabaría con la humanidad. Antes que transcurrieran más de media hora los truenos y relámpagos precedieron a la lluvia. Un fuerte viento me estremeció e hizo que me acurrucara entre el tronco y los bejucos se sobresalían. La lluvia empezó lentamente para luego dar paso a unos goterones que golpeaban los árboles y se abrían paso entre las hojas grandes para estrellarse en la tierra. Las ramas se movían como pidiendo auxilio, imaginándose tal vez que la lluvia, ayudada por el viento, los desprendería sin misericordia. Apenas podía distinguir porque los ojos se me cerraban por el cansancio y por las gotas de lluvia que me caían. Pero es ahí que aprovechando el reflejo de un relámpago distingo a un venado tímidamente guarecido cerca de un tronco de shapaja, con las orejas bajas y los ojos inmóviles. No le di vueltas al asunto, así que alisté mi escopeta y apunté. Como el animal no me había descubierto tenía un punto a mi favor. Pensé que debía esperar el siguiente relámpago para afinar la puntería y hacer fuego. Así lo hice. Tenía una pequeña linterna, pero no quería prenderla por el riesgo de asustarla. La lluvia arremetía con furia dándome la sensación que ésta sería mi última cacería. Lo mismo de siempre: cada vez que la lluvia se vuelve torrencial me entran ganas de ser fatalista, y creo que hasta maldigo la hora de no estar en casa junto a mi mujer y mis hijos, cerca de la cocina, asando plátanos y comiéndolos con un poco de sal. Pero cuando todo pasa, recupero la normalidad y hasta sonrío pensando en mi cobardía. Bueno, tenía esa angustia dentro de mí cuando se da el estallido del relámpago y se oye el disparo que resuena en la selva, como una maldición, aturdiendo a los animales, y al mismo relámpago que dejó de bucilar por unos segundos para dar paso al sonido de un rápido aletear de algunas aves.
Enfoqué mi linterna y vi al venado caído (pensé que estaba caído y hasta creí ver que daba el último estirón), así que me aliste para correr hacia él con el machete en la mano y la clara intención de despellejarlo y cortarlo en trozos para facilitar mi carga. Busqué unas lianas con el fin de hacer un fardo y llevarlo sobre el hombro. Todo este trajín me habrá llevado menos de un minuto. Pero es ahí que al enfocar nuevamente mi linterna para ubicar al venado cuando observo algo descabellado: el animal estaba parado sobre un bejuco, pero sin su bendita cabeza. Sé que es difícil de creer, pero estaba ahí, parado, dirigiendo su cuello hacia mí. Tenía levantada una de sus patas y movía su cuerpo como buscando la parte que le faltaba. La sangre le fluía a borbotones, espesa y atrevida. Me estremecí y recordé a mi compadre Elisbán con fuerza. Dudé entre acercarme o correr. También quise gritar, pero de la garganta brotó algo afónico, intraducible. Hice un pequeño movimiento sin soltar la linterna, actitud que dio lugar a que el animal saliera disparado hacia el bosque.
No podía creerlo. ¿Cómo podía un animal correr sin la cabeza puesta? Es más, ¿cómo podía seguir viviendo?
De regreso a casa no dije nada a mi esposa por temor a que basándose en sus creencias y en las afirmaciones de los cazadores viejos, me impidiera salir de caza. Así que al tercer día, venciendo mis temores y llevado más por la curiosidad, salí nuevamente hacia la montaña, dispuesto a enfrentarme a los acontecimientos que pudieran presentarse. Estaba seguro que todo no había sido más que una alucinación gracias al efecto de la bucilada, la lluvia y la selva en sí que guarda muchos misterios que no nos animamos a descifrar.
Pero es ahí que se produce la mayor sorpresa de mi vida y que me obligarían a pensar en mí como un ser fuera de este mundo. Apenas llegado al lugar donde se dieron los acontecimientos la última noche, me invadió un estremecimiento que recorrió mi cuerpo dejándome la sensación que algo malo podía sucederme. ¡Y bien que estuve acertado!, porque ¡oh sorpresa!, lo que vi escapa a todo lo narrado por cualquier cazador de esta región. Entonces tuve la certeza que había invadido un territorio prohibido, un territorio que había sido profanado por mi presencia. Mi compadre, de alguna manera, trató de advertirme, pero nunca llegué a tomarlo en serio. Lo que tenía al frente era al mismo venado que había disparado; pero la sorpresa reposaba en la pequeña cabeza que le nacía del cuello que todavía exhibía sangre resecada: brotaba como brotan las ramas de un tronco. Me quedé perplejo, sin ánimo de levantar la escopeta y atinarle con un tiro. Vi que se esforzaba por alcanzar algunas hojas con su diminuta boca. Era curiosa la forma cómo estaba creciendo su cabeza. Sé que nunca lo van a creer. A estas alturas estarán pensando que estoy totalmente loco o que tengo todos los indicios para estarlo. No importa, porque sé que dentro de mí se afirma la verdad.
Empecé a correr buscando llegar a mi casa lo más rápido posible, considerando que si permanecía un minuto más en este lugar terminaría por volverme realmente loco (recién me di cuenta que podía llegar a perder la razón), pero también consideré que de repente estaba invadiendo terrenos que no estaban permitidos a seres como nosotros, que no respetamos a las plantas ni a los animales; en otras palabras, creo que estaba invadiendo el terreno de los demonios de la selva. Sí, tenía que ser eso, de otra manera no sabría explicarme los acontecimientos que me estaban sucediendo.
No sé cuánto tiempo estaría corriendo por la enmarañada selva, sorteando lianas que se aferraban a mi cuello y me atenazaban las piernas. Creo que lo único que hacía era dar vueltas y más vueltas, sintiendo que a cada momento el venado se esforzaba por cogerme. De tanto correr me tendí al pie de un árbol y me quedé dormido, despertándome como las cinco de la tarde del día siguiente, aturdido por el ruido que hacían las aves entre sus nidos y los animales que buscaban refugio en sus madrigueras. Levanté la vista y no vi indicios de lluvia. Agarré la escopeta por si algún animal feroz rondaba los alrededores. Pero nada se hacía presente. Me levanté algo turbado, avancé unos pasos, llegué a un sitio despejado y al apartar una rama me quedé mudo, con los ojos completamente abiertos: un orangután devoraba al venado que tenía la cabeza chiquita. Todo mi cuerpo empezó a temblar. Quise gritar pero lo que logré fue hacer ruido y llamar la atención del orangután, quien se abalanzó hacia mí con malas intenciones. Agarré la escopeta pero no estaba seguro de acertar a nada. Hice fuego haciendo impacto en la cabeza del animal, saliendo disparado como si hubiese recibido el tajo de un machete. Era demasiado imaginar a los animales en esta región perdiendo la cabeza ante cada disparo. Vi al orangután dar de brincos mientras abría la boca en su cabeza desprendida en un intento de dar alaridos. Traté de correr pero unas lianas que nacían en unos matorrales llenos de espinas me lo impidieron. Me vi en la necesidad de utilizar el machete para abrirme paso y escapar de esta tierra, pero lo que sucedió después sobrepasa cualquier límite y que me ha hecho dudar si no estaré soñando enclavado en medio de la selva o pueda que me esté volviendo loco: estaba sobrepasando el límite entre la cordura y la locura. El orangután se levantó y a tientas buscó su cabeza y trató de colocarlo en su lugar, sin conseguirlo, atinando a llevarla entre sus manos con los ojos bien abiertos, para luego perseguirme dando grandes saltos. Arrojé la escopeta y me escabullí entre los matorrales llenos de espinas, intentando un escape. No tenía tiempo para razonar. Además no me interesaba. Sentí que agudas púas penetraban mi carne. No sentía dolor. Llegué como pude a un descampado cuando la noche golpeaba mis espaldas y la luna llena empezaba a abrirse paso entre las nubes. De ahí enfilé hacia una llanura que llegaba al río donde tenía varada una canoa.
¿Se imaginan ustedes mi desesperación en plena selva? He tratado de darle alguna explicación, pero no he podido llegar a nada. He dudado entre contarle a mi mujer o guardarme el secreto. En mi ha quedado la imagen del venado y del orangután corriendo sin cabeza, en plena selva, persiguiéndome... ¿Habré estado realmente en el lugar prohibido? ¡Bah!, ya no vale la pena seguir torturándome con suposiciones. Yo creo que estuve cerca de los territorios del demonio y todo lo que él hizo fue asustarme para dejar el lugar despejado de curiosos. Si se ríen de mi es cosa de ustedes. Me lo advirtió mi compadre Elisbán y yo se los advierto a ustedes, no les vaya a pasar lo que le sucedió a Isidro Lupuna, quien amaneció colgado de los huevos, en lo alto de un tronco de capirona. Pero sé que tampoco creerán esta historia. No tengo tiempo para contarles. Allá ustedes, lo que es yo, me voy a tomar un caldo de carachama preparado por mi mujer...
—¡Salud compadre!
—¡Salud, Alberto, vete a dormir, estás cansado!
—Es bueno imaginando historias —dice uno de los hombres que acompañaba a Alberto.
—Me han entrado ganas de saber sobre lo ocurrido a Isidro Lupuna —dice el otro.
—Mañana, con un vaso de aguardiente te enterarás de su historia. Vámonos.
La luna apareció altanera en medio de unas nubes que impedían su paso, alumbrando las siluetas de los hombres que desfilaban por un camino ancho. En el bosque se escuchaba el chillido de grillos y el croar de los sapos, mientras el murmullo del río sumergía la selva en una monotonía incesante de sonidos dispares...
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