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Conversaciones ecuestres

Si no estoy loco, estoy seguro de que este caballo acaba de hablarme. Mirándonos fijamente el uno al otro y el otro al uno, me quedé esperando que volviera a pronunciar otra palabra. Así comprobaría yo si esto es fruto de mi locura o de la locura del planeta que hace que los caballos hoy en día se atrevan a hablar. La luna estaba ya cabeceando del sueño, lograba ver yo en ella cómo su cuello sostenía tan exagerado peso, pero por momentos dejaba caer rápidamente para recuperar luégo su posición. En resumidas, la luna estaba que caía profunda. No iluminaba lo necesario para verle yo bien el hocico al caballo y ver si modulaba. Busqué acercarme al animal, pero no pude dar más de un paso cuando este reafirmó su postura y se ubicó desafiante ante mí. Me quiere matar, pensé. Y, ¿yo qué te hice caballo para quererme matar?, esperé respuesta y no la hubo, por desgracia. Mirándonos el uno al otro y el otro a uno, sí, todavía nos mirábamos. Ese ojo circular, grande, brillante, color petróleo, me recordaba mi infancia colegial cuando me declararon campeón en canicas a uno, cinco y diez metros de distancia. Mi puntería era infalible. Entonces calculé. Este caballo debe estar a unos dos metros y piquito, está cerca, pero yo a unos 30 años de distancia de mi infancia, estoy muy lejos, me iba a resignar, pero me acordé de alguien diciéndome: “mijito, es como montar bicicleta, una vez aprenda, no se le olvida”. Y, si no estoy mal, acabo de ver al caballo diciéndome esta frase en el mismo momento en que la estaba yo pensando. No se si reír, llorar, correr, matarme, asfixiarme o sentarme a hablar con el caballo de yeguas. Mientras decía todo esto, fui cogiendo una piedra pequeña con mi mano y me dije a mi mismo: mi mismo, dale en el ojo, déjalo picho y corre. Y, efectivamente, no le di. El caballo sonrió en ese instante, le di en un diente, precisamente en el que sufría del nervio central. Se lo tumbé maldita sea. El caballo, histérico y dolido de dolor, grito: ¡Ideputa! ¡Mi diente! . El caballo acaba de confirmar mi cordura. Volvió y me la confirmó enseguida diciéndome: “Compañero, no era necesario tumbarme un diente, qué voy a hacer mueco y sin seguro dental”. Me sentí mal por tumbarle el diente al pobre animal y verlo frente a mí, pero ahora ausente de su diente frontal. Pensé por un rato largo qué hacer, tan largo, que el caballo ahora yacía sentado rascando su barriga con los clavos de la herradura y haciendo una especie de puchero con su boca. Yo tenía claro algo y sabía que era seguro, que el caballo no me iba a dejar en paz y libre. Así que tenía que ser rápido en mi pensar y buscar una alternativa de escape y ahí fue cuando le dije: Caba, perdona la confianza, pero te tengo una propuesta. –Seguro, me dijo el caballo. Vos con esas cuatro patas y yo bien cansado con solo estas dos, por qué no me montas al lomo y nos vamos río abajo a la fonda de doña Bere a tomarnos unos traguitos y dejar esto atrás. –No estoy tan seguro de llevarte en mi lomo, me dijo el caballo, pero me propuso lo siguiente: Por qué no me llevas vos en tu lomo de bajada, y de subida yo te trepo en mi lomo y te subo, ya que vamos a devolvernos algo tomaditos y pues la policía no para los caballos para el examen de alcoholemia. Me pareció coherente dentro de tanta incoherencia, lo que me proponía, pero aproveche y le dije: Está bien, te llevo en mi lomo si vos invitas la primera ronda de tragos. –Hmm, pero hay un problema, no llevo la billetera conmigo pero, si me esperas, yo voy corriendo al establo por ella y de una vez saco las llaves para no tener que timbrar ahora, me dijo don caballo. Dale, yo te espero, le dije. Salió corriendo, hasta se le olvido su diente caído y salió como una ráfaga. Ahí fue cuando me dije a mi mismo: A CORRER, VOLATE DE ESTE CABALLO DESQUICIADO. Pero al decírmelo a mi mismo, no noté que no lo pensé, me lo grité. El caballo alcanzó a escuchar aún con el ruido de su galopar, fue ahí cuando ya no escuchaba esas herraduras limadas a lo lejos, sino que cada vez eran más cercanas, yo solo corría y corría. Comencé a oler algo raro por mi hombro. Levantando el brazo inhale profundamente y me olí a ver si era olor axilar, pero no era. No había terminado de bajar el brazo cuando una presión extraña me apretó el brazo por el bíceps. Miré mi brazo y vi una marca de un mordisco, pero faltaba un diente. ¡ES EL CABALLO! Viene encima mio. ¡Qué hago!, se me montó encima, lo llevo en mi lomo, ¡cuánto pesa!, pero mis ganas de escapar me dan para cargarlo. El gritaba encima mio: ¡IIIJAAAA!, se creía jinete, me golpeaba en las costillas con sus patas, me halaba por el cuello de mi camisa mientras entonaba una de los Fernández, los rancheros. Yo ya sudando agonizante y a punto de desfallecer, alcancé a ver la fonda de doña Bere. Llegué allí con mi último impulso y al gritar sonó el relinchar de un caballo. Doña Bere miró asustada. Yo paré. El caballo se bajó de mi lomo, entró a la fonda gritando: ¡Doña Bere, esta ronda invito yo para todo el mundo hijueputa!, y a ese animal, sáquele un balde con agua.

Texto agregado el 05-10-2009, y leído por 117 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-10-2009 5*! _Murov
05-10-2009 jajajaja bueno. rodan_oscura
 
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