El sonido de una gota de agua que cae en la nada, y la vívida imagen de esa mañana gris en la que ese hombre entró en su vida. Hoy también era jueves. Llovía. Los aromas de la tierra mojada de la calle y el pasto, acudían a su memoria como cazadores furtivos en la impenetrable vegetación de la memoria, de los recuerdos borrados, de aquellos que apenas subsisten como sostenidos en una translúcida foto en sepia.
Ese hombre formaba parte de los recuerdos imborrables. De aquellos que a pesar del paso del tiempo, se sostienen firmes y obstinados en su color, voluminosos, contundentes.
Ya no hay chicos en el barrio. O los que están salen poco. En aquellos tiempos; recordó ella, la lluvia no era impedimento para salir a jugar, embarrarse, y sentirse felices, más allá de los enojos maternos y las reprimendas por ensuciar la ropa.
El gris sendero que reemplaza hoy el camino de tierra que lleva a su casa se encontraba casi desierto cuando distraídamente miró por la ventana. A sus cincuenta y pico, y luego de agotadoras jornadas de trabajo en la fábrica, necesitaba de un buen par de anteojos para definir las figuras de lejos, pero le pareció vislumbrar una persona que caminaba lentamente hacia el lugar. Miró más detenidamente. Su andar cabizbajo, su acercarse lento, le dispararon un gélida bala en el estómago, al darse cuenta de que podía tratarse de el.
-Imposible, decidió, cerrando la cortina y metiéndose a la habitación en la que solo la TV encendida daba cuenta de algún tipo de movimiento. Pero ya se había instalado en la boca de sus entrañas ese frío vapor seco. La angustia punzaba lenta pero inexorablemente su presente, su ahora. Que horrenda jugada le viene a hacer la imaginación, cuando tranquilamente se disponía a desayunar, acompañada de los conductores de la tele.
Primero esa rara sensación de Deja Vu que le hace mirar por la ventana… los olores de antes…y la extraña figura que se viene acercando a la puerta de su propia casa. No la ve, pero no hace falta, presiente. Y esperar los inevitables golpes en la puerta diciéndose “no pasa nada”. –Estás imaginando cosas, vieja- le diría Inés, pero atiende la máquina contestadora.
El living de la casa le parece más pequeño que hace dos minutos, las paredes se encuentran solo a milímetros de su respiración cada vez más agitada e intensa. El tubo de teléfono se resbala de su mano antes de que pueda decirle nada a esa dichosa máquina, y el frío se apodera de ella. Completamente. Lo siente bajo las uñas, en los pechos, en los pies. El sudor baja por sus omóplatos y el temblar de sus manos no la deja encontrar nuevamente el auricular del maldito aparato que le permitiría pedir ayuda.
Inmediatamente, la embarga una sensación de vergüenza. ¿Pedir socorro a quién?, pero peor que esto: ¿Porqué?. ¿Por qué un hombre camina por su calle?. ¿Porque su caminar se parece (aunque sea extremadamente) al de ese monstruo que una vez supo golpearla y abusar de ella?. ¿Porqué después de tantos años iría a buscarla? ¿La cárcel no había sido suficiente escarmiento, y ahora, pasados ya treinta años regresaría por ella?.
En realidad, el monstruo se lo había prometido aquel jueves en que brutalmente violentó sus umbrales, una vez que se puso de pie, limpiándose la sangre y subiendo sus pantalones, se lo dijo entre dientes con una maliciosa sonrisa.
No habrían pasado más de cinco minutos desde que miró por la ventana, pero el tiempo parecía no transcurrir mientras chapoteaba en las aguas del pánico, tratando de no ahogarse, de no sucumbir ante el horror de lo pasado.
Con el último estertor de su cordura, se obligó a espiar por la cerradura. Solo para encontrarse con esa mano. Reposando, en espera. De espaldas a la puerta, el monstruo que la había violado, que la había obligado a una interminable serie de exposiciones en la policía y en los juzgados, a revivir humillantemente la pesadilla un millón de veces en búsqueda de una especie de justicia; que la había forzado a una maternidad indeseada, estaba allí parado. Esperando. Y ella también esperó, así como la puerta esperaba aquellos nudillos. Su cuerpo era una materia amorfa, de la que no tenía el más absoluto control. Sólo temblar… y continuar esperando, resignada, hasta que los escasos centímetros de madera que la separaban de su asesino cedan; y finalmente el monstruo cumpla con su promesa.
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