LA CRUZ DE SOMBRA

Sixto miró una sombra que se desgajaba en el aire. Era una hoja seca cayendo lentamente sobre sus enlodados zapatos.
Sin levantar la vista del suelo la recogió. Extrañamente sentía compasión por ella. Era un sentimiento tonto, pero no podía dejarla abandonada a la intemperie, cobijada solamente por los gritos eternos de esas noches sin habla. Esas... que su abuelo llamaba recuerdos.
De pronto un viento lejano salivó su rostro. ¡Comenzaba a brisar!
Hace tiempo que no visitaba el cementerio. Hace tanto que ya ni los ojos se le humedecían al contemplar “aquella cruz”.
Apretando los puños descargó un golpe violento sobre un tronco seco.
Un sonido sordo brincó de aquella madera, para inmediatamente empezar a correr.
Sixto trató de seguirlo, pero la soledad de aquel ambiente lo invitaba a conversar.
¡Madre por que te fuiste!, y le tembló la voz.
Los años habían pasado lentos y con dolor. Cierto que no eran muchos, (cinco o seis a lo sumo), pero que largos se vuelven cuando se viven día a día con la esperanza del regreso.
¡Que lástima haber pensado así! Que duro fue llenar su corazón de niño a punto de lágrimas y ausencias.

En lo alto la noche estiró aún más sus brazos. El joven se rió del dolor, a la vez que miraba la cruz que se cernía sobre aquella tierra de olvido.
Tomó un puñado de polvo y lo apretó entre sus dedos.
Sólo, y solamente entonces, sus ojos se clavaron sobre la tumba de su madre: ¡No tenía cruz! Únicamente se reflejaba la sombra de una cruz vecina que agonizaba sobre un montículo de tierra.
Por un instante la recordó: Sus ojos, su sonrisa, sus consejos, su voz...
Que pronto la había olvidado, que pronto; a pesar de haberla recordado con dolor todos estos años.
Se observó las manos. Ya no era un niño.
Al día siguiente, una tumba amaneció con flores. Con bellas flores alrededor de una reluciente cruz de madera...