PARPADEO DE ESTRELLAS
Son casi 600 años lo que un personaje de un sueño debe esperar para entrar a nuestro mundo. Aunque algunos dicen que puede ser más, dependiendo de la importancia y labor que venga a realizar.
Lo cierto es que dicho tiempo no se sabe con exactitud. Sin embargo, con los animales que habitan los sueños es diferente, ellos tienen un tiempo establecido, un tiempo exacto no mayor ni menor a 100 años.
Todo sueño tiene esta oportunidad, el éxito de la misma es aprovecharla.
Su tiempo es breve, tan breve como el parpadeo de una estrella.
- ¿De madera? –volvió a preguntar la voz.
- Sí -dijo el corcel- levantando sus patas delanteras.
- Tanto esperar para convertirte en un juguete.
- Es mi deseo.
- ¿Puedo preguntarte por qué?
- Quizás porque quiero ser parte de este mundo y al mismo tiempo de la realidad también...
El gran paquete se erguía entre los demás regalos. Su forro era un estampado de caballos que a ratos parecían saltar en estampida sobre el pasto de la alfombra.
¡Era sábado! No cualquier sábado. Si no el sábado de un cumpleaños. ¡De su quinto cumpleaños!
Uno a uno los regalos fueron abriéndose, hasta quedar solamente la figura salvaje de los equinos los cuales miraban desafiantes al pequeño y ansioso Sergio.
Sonriendo de entusiasmo se acercó a la manada que corría presurosa por el trozo de papel. Sus dedos rasgaron la envoltura. ¡Despacio! ¡Muy despacio!
Un ojo rojizo con fondo celeste se asomó a curiosear. Luego una oreja, una nariz, una trompa, un cuello, una albarda y al final, 4 relucientes patas con rodines hermosamente barnizados.
De un salto se le echó encima y al instante empezó a galopar.
El mundo pareció correr a su lado. El espejo, las sillas, los cuadros, las paredes cobraron vida. Las veía pasar al ritmo de su caballo que se mecía con el viento.
Jugó toda la tarde y a la hora de cenar, comió sentado muy a gusto sobre él. De vez en cuando le pasaba un pedazo de manzana para que el potrillo mordisqueara un rato. Luego le sonreía mientras su mano izquierda acariciaba la reluciente crin de cocobolo.
Aquella noche lo amarró con el cáñamo de su trompo a la pata de la cama. ¡Temía que se le fuera! El caballo por su parte sentía ese amor y relinchaba de contento en los sueños azules de su niño.
Juegos iban, juegos venían.
Hoy el corredor, mañana en el jardín, en los cuartos, en la sala... y por ratos, más allá, más allá del silencio y la voz.
Los días invitaron a los meses y los meses invitaron a los años que entre brincos y carreras reventaron poco a poco la gran piñata de la niñez.
El caballo soñaba, el niño reía. Reía al trotar de la sala al jardín, recorriendo campos y bosques de estrellas, saltando montañas, durmiendo entre nubes...
¡Un día despertó! No estaba su niño. Solo el inmenso cuarto repleto y vacío.
En su cuerpo, 15 largos días clavaron sus espuelas de olvido, de silencio, de abandono.
La noche dormía sin estrellas, mientras sus ojos y albarda se arrugaban de tristeza.
¡Y un día, un día llegó su niño!
Lo levantó en sus brazos sin palabras.
Él sintió algo extraño. Fue un abrazo seco y calculado.
Cerró los ojos. No quería temer.
Afuera la lluvia brincaba sobre el techo. Adentro el dolor inundaba su corazón.
Recordó la pesadilla. Esa en que Sergio crecía y luego lo abandonaba en un lugar oscuro. La recordó una vez más y se preparó resignado a vivirla.
Se encerró en su mundo, se encerró en recuerdos y sin contar los días lentamente se dispuso a morir.
Los años desgarraron su cuerpo, muchos años, más de los que pudo recordar.
La locura invitó a su mente a escapar de esa prisión, a ser libre de esos recuerdos tan bellos que lo tenían prisionero, que lo hacían llorar, que lo hacían sufrir...
¡No cedió! Era el llanto quien le daba fuerzas para no enloquecer.
Entonces volvía, regresaba a cabalgar de la sala al jardín, de los campos a los bosques, a saltarse las montañas y a dormir entre las nubes.
Era eso, solo eso lo que impedía que muriera su razón.
Muchísimas veces se abrió aquella bodega. Cosas salían, cosas entraban, pero nunca, nunca el trotador.
Al principio creyó que pronto saldría, que aquello era momentáneo.
¡Que equivocado estaba!
Siguió equivocándose, tantas, pero tantas veces que ya no las pudo contar.
Por eso cuando la puerta se abrió, él no se dio cuenta cuando aquellas manos lo alzaron hasta dejarlo caer suavemente sobre el fresco pasto recién cortado.
¡Abrió los ojos! Sintió la confusión del pasado retorciéndose entre los dedos de un presente extraño y conocido.
Respiró hondo y soltó la vista alrededor.
Ahí estaba la casa, el jardín... con personas, muchas personas...
Buscó a los suyos.
Uno a uno los fue encontrando.
Un poco viejos, pero los suyos al fin.
Siguió observando. ¡Faltaba alguien!
Su corazón comenzaba a galopar rápido, muy rápido.
¡De pronto lo vio! ¡Ahí estaba! Lo había buscado lejos y estaba tan cerca de él.
Sintió su mano arrullando su cabeza. ¡Cuánto había crecido! Pero muy dentro seguía siendo él, el mismo niño que un día lo hizo especial.
A lo lejos una voz se acercaba: “Hijo, échale más leña al horno que está perdiendo calor”.
Dos relinchos en el alma sacudieron su estrella mientras los pasos de su niño lo llevaban en dirección al horno.
¡Llegaron! Y su par de ojos rojizos con fondo celeste empezaron a sudar.
No había miedo, solo tristeza.
Apagó su vista .
Hacía calor, mucho calor pero no de llamas, si no de aquellas manos que con ternura y cariño limpiaban su áspera y curtida piel de cocobolo.
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