A patricia la sopa de letras le quedaba riquísima. Recuerdo que la hacía entre silbidos y letras de canciones románticas, en medio de una cocina desordenada pequeña y acogedora. Mezclaba los ingredientes con un pase mágico de su mano; los revolvía y luego les echaba el toque secreto. Sólo que nunca supe cual era el toque secreto, pero igual me la tomaba con el mayor de los gustos.
Hoy intenté hacer la sopa, pero no me quedó tan bien como le quedaba a ella. Mezclé con el mayor cuidado el agua, el caldo de gallina, la pasta de letras, zanahoria y tomate. Eché todo a la olla favorita de Patricia; prendí la estufa eléctrica y le puse a la olla su respectiva tapa. Esperé diez minutos y luego la puse en bajo. Probé que tan bien había quedado de sal y la verdad, me quedó como todo en mi vida: simple. Le eché media cucharada de sal más, un poco de pimienta y mi toque secreto, que tampoco revelaré; pero nada. La sopa no quedó ni parecida a la que hacía Patricia todos los miércoles, su día favorito.
Me siento en el largo comedor de caoba de cuatro puestos (pues soñábamos con Patricia en tener dos pequeños retoños fruto de nuestro “inmenso” amor.) Con toda la solemnidad que el caso requiere, me dispongo a echarle la primera probada y cuando la cuchara va en la mitad del camino, observo una letra “De” en toda la mitad de la cuchara. “De” de dignidad me digo, como la que tuvo Patricia el día que se marchó de mi lado.
Recuerdo que fue un domingo de abril en las horas de la tarde. Había hecho sus maletas desde por la mañana y sólo se comió una parte del arroz con pollo y un pedazo de pan francés. Yo me encontraba absorto en la lectura del grueso periódico dominical, cuando escuché que la puerta se cerró con un “Pumm” corto y estridente. Sin embargo decidí no ponerle atención a aquélla maniobra psicológica de aquel que amenaza con irse y no se va. Por esa razón sólo me paré de mi cómodo y mullido sillón de lectura veinte minutos más tarde. Salí a calzas prietas del estudio como quien no quiere la cosa. Me desplacé con soltura a lo largo del corredor principal y llegué hasta la puerta de la cocina para descubrir el escondite de Patricia. Pero allí no estaba. Tampoco en la cómoda, ni en nuestro cuarto, ni en el cuarto del servicio, ni en el hall, ni en los dos baños, el principal y el de servicio, ni en el clóset, ni en ninguna parte. Patricia había desaparecido de mi vida y yo jugando a las escondidas.
“¡Dignidad!”, me dije. Dignidad, tendrá que volver, algún día, algún...
Pero pasaron dos meses y de la dignidad sólo me quedó el “dad”. En aquel tiempo me dediqué de lleno a mi trabajo como traductor de obras literarias sin pensar un solo minuto en la sopa de letras de Patricia. Llegaba tarde y me iba temprano. Fue mi mejor período de trabajo, pues alcancé a traducir cuatro obras poéticas francesas y alemanas. Pero entonces un domingo, también en la tarde, el aroma de su sopa de letras entró por la ventana y se metió en mis fosas nasales como un cuchillo que atraviesa la manteca. Sentí el olor a caldo de gallina. Mis papilas gustativas evocaron ese sabor saladito y ácido del caldo; las papas flotando en medio de aquel río de letras; la zanahoria nadando y desapareciendo entre las papas y yo haciendo crucigramas con aquel abecedario de pasta.
Entonces comencé a preguntarme el porqué de su partida. No podía ser la demasiada atención que últimamente le propinaba a sus problemas laborales; a su vida entera. Tampoco era las escasas “peleitas” conyugales de los viernes cuando, tengo que admitirlo, llegaba algo tronado por el efecto de los tragos amistosos. “Tal vez”, me dije, “pudo haber sido la aventurilla que sostuve con angelita Cruz, mi asistente de traducción”. Pero eso había sucedido hacía casi seis meses y creía que aquella herida estaba en vías de cerrarse definitivamente. No podía ser eso, no. Pero, sí, tal vez, nunca lo he sabido.
Me tomo la “De” con mucha menos dignidad que la que tuve hace seis meses. Me sabe a lo mismo. No tiene sabor, aunque le he echado un cuarto del tarro de pimienta. No me sabe a Patricia, más bien me sabe a silencio. Silencio de apartamento de soltero. Apartamento hasta hace poco lleno de risas, de llantos, de gracias amistosas y piruetas sexuales. Ahora solo sabe a soledad. A libros regados por todo el lugar, mareas de libros que ahogan su recuerdo, memoria de lo vivido y lo perdido.
Comienzo a buscar la “Ese” de soledad, pero creo que me la comí sin darme cuenta. Busco entonces otra “De” de Desamor, de Dolor, de Diario. Dolor diario en desamor envuelto. Dolor que llena el alma de sentimiento. Ya no sé ni lo que digo. ¿Será que esta nueva sopa de letras contiene la estupidez como ingrediente? Busco la E de Estupidez, pero siento que también me la he comido. Junto con la I de Infidelidad, la “Ce” de Caricias; no sé sí la “Ese” de Suicidio la eché al caldo. Sólo sé que la “Ge” de Gallina no tengo que echarla porque vive conmigo desde que nací. Le doy una nueva probada y me echo a la boca un manantial de letras que me refresca la garganta. Pero no es el manantial sabroso de Patricia, no. Es más bien un riachuelo de letras moribundas y caldo desflecado. Caldo que sabe a arrepentimiento, a locura del alma.
La busqué durante días. Fui a rescatarla de las fauces de su madre, pero no estaba allí. Por supuesto la bruja de la suegra no me quiso contar en dónde se escondía. Frecuenté de nuevo a viejas amistades comunes, pero ninguna sabía sobre la existencia de su sopa de letras. Incluso coloqué un anuncio en el periódico, “Se busca sopa de letras sabrosa con patricia adentro. Teléfono 232456...” pero ni los caza recompensas pudieron darme mayor pista sobre su paradero. Entonces comencé a hacerme a la idea de su abandono. Por las noches la veía pasar de un cuarto a otro, vestida de blanco y con su sombrero de cuero esmaltado. Pasaba flotando por toda la casa y me invitaba a la mesa para tomar de nuevo su maravillosa sopa de letras. Muchas veces me desperté sentado como un orangután en la mesa del comedor, en medio de un puñado de cubiertos y una olla vacía y fría. Ya sus besos de madrugada eran espectros que se iban decolorando con los días. Sus caricias sin embargo, se iban transformando en brazas que llagaban la piel de los recuerdos. Durante ese lapso no traduje obra alguna. Me encerré en el laberinto de mi pérdida con la Ce vigilante de Candado. No comía, ni dormí, y, en algún instante, descubrí que comenzaba dejar de respirar. La sopa de letras era lo único que me importaba, su sopa celestial, nada más. Durante días intenté recordar los ingredientes. Fueron días y noches de intenso estudio práctico, en medio de la suciedad y el desorden de su cocina. Mezclé y mezclé como verdadero alquimista las legumbres y verduras que compré con ansiedad en el mercado de la esquina. A veces me salía un mazacote espeso y complejo; otras, un caldo pastoso y morado, pero por ningún lado salían a flote las doradas letras. Entonces intenté cortarme las venas con el cuchillo de destazar, pero cuando iba a terminar con aquélla osada empresa, recordé aquel cuaderno de recetas que una vez le vi entre sus tersas manos. Como un loco busqué por todos los rincones del apartamento. Revolqué y revolqué sin éxito alguno. Hasta que un día, escondido en la parte más oscura de la alacena, se encontraba cubierto de polvo, su cuaderno celestial de recetas.
Tomo el tercer sorbo, pero me sabe igual. Tal vez no fue suficiente el tiempo de cocción. O la zanahoria está algo dañada, o qué sé yo. Cierro los ojos y tomo la sopa con la religiosidad de una monja. La tomo a un ritmo equilibrado, un Raz, trasz, Glup, Raz Trasz, Glup, y luego otro y otro, hasta que ya no queda ninguna letra en el plato. Entonces me levanto de la mesa sorprendido por pasar la amarga prueba. “No dolió”, pienso. Fue algo rápido, certero. Tal vez mañana, Patricia, me quede un poco mejor.
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