Atrapados
I
Una pesada lágrima, agria como el recuerdo, espesa como su existencia, tocó los labios de Gerardo. Como cada año, en el Día de Muertos, iba a la decadente mansión de sus abuelos para ver a Yayo deslizarse, sobre el ras del suelo, tras las pisadas de Reyna, ante un sol sofocante, un calor abrasante y las miradas escurridizas de las hojas de henequén que delimitaban la propiedad.
Gerardo no se atrevía a acercarse, temía que la inocencia del espíritu de su hermanito se escurriera entre sus manos o quedar atrapado con él.
Junto a la Ceiba, que daba sombra al camino de la casona al baño, distantes 80 pasos, el abuelo observaba a Yayo detenidamente, pendiente de todo momento. Agazapada en el árbol sagrado, Gerardo divisó una hermosa mujer, de facciones mayas, cuyos pies no descansaban en el suelo, vigilante de todo detalle.
Otra pesada lágrima acariciaba la mejilla de Gerardo; dio media vuelta y se dirigió a la casona; cruzó el patio delantero, triturando las secas flores rojas del Flamboyán y sorteando los arbustos de chaya, que crecían descuidadamente, para no rozarse con sus lastimosas plantas.
La casona había perdido su esplendor, sus muros gruesos y altos, deslavados y descoloridos, cedían al embate de plantas, enredaderas y yerbas del jardín. Sus grandes ventanales de madera, siempre cerrados y con espesas cortinas, que impedían el paso del sofocante calor exterior y el escape de la nostalgia, tristeza y penumbra que imperaba en el interior.
En la cocina, cada año más pequeña por sus problemas en la espalda, producto de una vida llena de trabajo, y con el cabello gris, ondulado, su abuela lo recibió con un beso.
- ¡Chichí, ya regresaron el abuelo y Yayo! -comentario que la anciana desaprobó con dura mirada. - No te molestes, lo digo con cariño, yo también me siento culpable. Gerardo abrazó a su abuela y descansó su cabeza sobre su acogedor regazo, mientras las lágrimas rodaban por su infantil rostro.
- Gerardito, pero antes no llorabas, siempre habías sido fiel discípulo de las palabras de tu abuelo, de que los hombres nunca lloran, lo reconfortó.
En pocos minutos llegaría la mamá de Gerardo, quien de nueva cuenta no sería recibida con el tradicional mucbilpollo del Día de Muertos, ya que abuelita se quejaba de dolores en la espalda por lo pesado de su elaboración. Pero Gerardo y su mamá sabían que sólo era un pretexto.
La única tradición que perduraba era el Hanal Pixán, donde la foto del abuelo y Yayo había sustituido a la añeja de la Tía Tita. ¿A que hora vendrán a probar sus alimentos y dulces?, pensaba Gerardo.
II
La perra bajó su hocico, lanzó un amistoso gruñido y dejó que los deditos regordetes de Yayo se prendieran de su cola, iniciándose una lucha entre gritos y gruñidos, apretones y mordidas, quejidos y ladridos, que terminó, como siempre, con el menor montado sobre Reyna; agitado, con la respiración entrecortada y la boca reseca. Yayo se sentía seguro, acompañado y protegido con la pastor alemán, sobre todo de la X’tabay, de quien, según le dijo Gerardo, ahora era una presa fácil, al cumplir ese día seis años de edad.
Luego de jugar con la perra, Yayo se dirigió a la casona, esplendorosamente pintada de amarillo mexicano, que hacía resaltar el color café de sus grandes puertas y ventanales. Cruzó el aroma de los elegante ramilletes de Flor de Mayo, con su blancas flores de reluciente centro amarillo pálido; las anaranjadas y alargadas Trompeta de Ángel, las rosas rojas y blancas y las orquídeas; se embelezó de la sombra del Flamboyán y contempló las plantas de la medicinal chaya, que su abuela cocinaba con huevo para ayudarle a combatir la artritis y la diabetes.
Sudoroso, el rostro manchado de lodo y la ropa sucia y con tirones, Yayo entró a la cocina, impregnada por el olor del mucbilpollo, que por tradición ancestral había preparado su abuelita para ese día.
- Alcance otra vez a Reyna, se le dirigió orgulloso y risueño, dándole un fuerte abrazo y muchos besos. - Pero ya no me quiere llevar en sus lomos, ¿por qué será chichí? No esperó respuesta alguna y se dirigió a la sala.
- ¿Dónde estabas inútil, de seguro otra vez jugando con la ixpec?, lo recibió su hermano Gerardo, dos años mayor que él.
Lo ignoró y se dirigió a abrazar a su abuelo.
- Mi hijo –como lo llamaba desde que quedó huérfano de padre, al año de haber nacido-, recuerda que el doctor dijo que no debes agitarte mucho, tu corazoncito está débil.
A su lado, su madre. Yayo se extrañó al no ver sus regalos. ¿No era ese día su cumpleaños? Pero si en la esquina de la sala estaba el Hanal Pixán, comida de las ánimas, que siempre ponían los abuelos ese día, una mesa decorada con un mantel bordado en tonos alegres, con tazones de chocolate caliente; platones de olorosos tamales de espelón y vaporcitos, pibes y mucbilpollos; jícaras coloridas por las jícamas, mandarinas y naranjas; platos de barro con aromáticos dulces de papaya, coco y pepita, y tazas con yuca y miel; adornada la mesa con veladoras de todos tamaños y recipientes con flores amarillas de xpujuc, rojas de xtés, virginias y ramas de ruda, y en el centro la fotografía de la Tía Tita, que mañana en la noche vendría del inframundo a probar las ofrendas.
- ¡A comer!, llamó la abuela mientras depositaba a la mitad de la mesa un recipiente grande de latón con el mucbilpollo, recién horneado en la panadería con horno de leña de la esquina, y que preparó sola un día antes, ya que no le gustaba que la ayudaran. Ella sola puso a cocer en una gran cacerola carne de puerco y pollo, y condimentó el caldo con achiote de pasta, una cabeza de ajo asada, jitomate y su rama de epazote; luego de separar y deshebrar la carne con sus dedos regordetes, la abuela le hecho al caldo un kilo de masa colada y más epazote, mezcla que batió y batió y batió por poco más de dos horas, hasta formar una suave masa, llamada el col. En otro fogón, granos de achiote eran fritos en manteca, para darle color a la masa que cubriría el tamal y la cual amasó con manteca y sal, para colocarle finalmente granos de xpelón que estuvieron remojados desde un día antes. La masa la torteó en un recipiente de latón, cubierto por hojas de plátano, y la decoró con la carne deshebrada, la garganta del pollo y las alas, con todo y huesos; rodajas de jitomate, trocitos del picante chile habanero y hojillas de epazote, sobre lo cual vertió el col. Finalmente cubrió todo con una capa delgada de masa y las hojas de plátano. No por nada era uno de los platillos preferidos de Yayo.
Al concluir el almuerzo, partieron el pastel de tres leches y le cantaron un día feliz al festejado.
¿¡Y los regalos!?, chilló extrañado Yayo.
- Están en la casa, aquí con tus abuelitos, sólo festejaremos a los niños muertos, el u hanal palal, y en la casa te daremos los regalos -comentó su mamá.
- Además –agregó-, tus abuelitos, ya vez cuanto te quieren, te están invitando a dormir con ellos.
- ¿Y la X´tabay? – dijo con miedo Yayo.
- Esto evitará que las ánimas te lleven, lo reconfortó su mamá poniéndole una cinta de color rojo en la muñeca derecha.
Yayo no pudo resistirse ante la promesa de su mamá de que lo iría a recoger al día siguiente, con los regalos en el coche.
El sonido del viento que recorría las amplias y altas recámaras y el susurro, al destensarse del calor de la mañana, de las viejas y pesadas vigas que sostenían los techos, le erizaron la piel y sintió que el pecho se le hacía chiquito.
El niño recordó el cuento que le contó días antes su hermano Gerardo, de una hermosa mujer maya de quien habían abusado hombres blancos y procreó unos gemelos. Sin ayuda del pueblo, por su deshonra, la mujer tuvo que dedicarse a hacer hechizos y predecir el futuro, para ganarse la vida. Al cumplir sus hijos seis años de edad, el consejo del pueblo, ante la queja de los más pudientes sobre qué sería de los niños, decidió quitárselos y colgarla a ella en Luna llena, de una rama de la sagrada Ceiba que había crecido a las orillas del pueblo, como un escarmiento público. A la mañana siguiente, los cuidadores sólo encontraron la soga, del cuerpo no se supo más, pero su alma regresó todas las noches gimiendo, llorando, suplicando: ¡Mis hijos, mis hijos! y atrapando a quien cumplía seis años de edad. Y en el patio de la casa de sus abuelos había una Ceiba, en la que se escondía la X’tabay.
Yayo se divertía mucho con los papás de su mamá, jugando y escuchando a su abuelo sacar de libros: mágicos relatos, historias y leyendas, con las voces, gestos y movimientos de los personajes. Pero las galletas y el agua de chía de la abuela pudieron más, y pronto tuvo ganas de ir al baño. ¿Y que me atrape la X’tabay?, ¡Cuernos!, se desanimaba. Muy pronto las ganas fueron intensas. Yayo buscó a Reyna. En su desesperada búsqueda se le atoró y desgarró la cinta roja que traía en la muñeca, en un resquicio de la casona. No le dio importancia.
- La ixpec está en su casita, señaló la abuela.
- ¿Puedo sacarla?, quiero ir al baño y tengo medio.
- Ese Gerardo que te cuenta esas cosas. No existe la X’tabay, además tu abuelo puso lámparas en el camino al baño. Reyna está cansada, déjala dormir.
Yayo tragó saliva. No debo pensar en la X’tabay, se dio ánimos. Abrió la puerta de la cocina y el susurro del patio le metió el miedo hasta los huesos. Las luces alumbraban un tranquilo camino, Yayo salió corriendo de la casa, pero al pasar por la Ceiba los susurros y gemidos de sus ramas lo paralizaron. Vio como surgían sombras del sagrado árbol y sacando fuerzas de su bajo vientre logró que su temblorosas piernas, que se negaban a obedecerle, se volvieran a poner en movimiento; presuroso llegó al baño y cerró su puerta de madera, justo en el momento en que un grito helado casi lo atrapaba…¡Mis hijoooooos!
Agitado y con la boca reseca, Yayo se bajó los pantalones y se sentó en el bacín de madera. Regresaba la calma a su cuerpo y alma, cuando escuchó un golpe que se escurría por la puerta, acompañado de un murmullo que se perdía: ¡miiii…! Su rostro se puso lívido, su corazón se agitó, le costaba trabajo respirar.
El golpe escurridizo y el quejido se repitieron. Ahora escuchaba con mayor claridad: ¡miiii hijoooo…!
- ¿¡Quiiien!?, alcanzó a chillar, al momento que trabajosamente se levantaba del bacín.
La respuesta fue la misma. Yayo se mojó los pantalones, devolvió el tamal que había comido en el almuerzo y las fuerzas lo abandonaron, cayendo al suelo.
Sudaba copiosamente, su corazón latía con fuerza, sentía que se le salía del pecho, de donde un dolor agudo lo hizo doblarse. Ante la insistencia de los golpes se incorporó y entreabrió la puerta, donde una dispersa figura con el brazo levantado y un objeto amenazante en la mano, lo hizo perder el sentido. Los latidos de su corazón cesaron, impidiéndole escuchar: ¡Miii hijooooo!, ¿trajiste papel del baño?
III
Fieles a la tradición, la noche siguiente velaron a Yayo junto a la Ceiba, al árbol sagrado maya que comunica el inframundo con el mundo terrestre y el cosmos.
Mamá, parecía ausente; Gerardo lloró por primera vez en su vida, copiosa y toda la noche; el cuerpo del abuelo estaba encorvado, como si cargara una pesada losa, y los ojos de la abuela perdieron su brillo.
En la mañana, llegaron los enterradores.
- Don -dirigiéndose al abuelo-, el ataúd no pesa, parece vacío.
El anciano levantó levemente la tapa superior del féretro y miró al interior, su cara se puso lívida. Sólo ordenó a los cargadores que se llevarán el ataúd.
Se dirigió a la sala, acomodó su mecedora predilecta, tejida de mimbre, frente a la ventana que mira hacía la Ceiba y se sentó en ella, con el rostro seco, inexpresivo, y unos ojos que reflejaban tristeza, dolor y la esperanza de encontrar a Yayo.
El abuelo no acudió al entierro.
- ¿Para qué, si sólo es una caja?, dijo por excusa.
Por su pie no volvió a pararse de la silla, de la que fue separado ocho días después, al encontrarlo esa mañana la abuela sin vida, con la sonrisa, con que siempre veía a Yayo, dibujada en sus labios.
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