Te veías muy bonita anoche, es algo que debo asegurar. Sería un tonto si no lo dijera y peor si no lo repitiese mil veces: te veías bonita, te veías bonita, te veías bonita, te veías bonita, te veías bonita, te veías bonita, muy muy bonita (y como siempre nunca termino lo que empiezo). Esos aretes te sentaban muy bien. La piel tan blanca se ve mejor con plata, o con oro blanco pero es más caro y no teníamos tanto dinero. Esos hilillos de argenta eran todo lo que podíamos tener, pero te veías bella, eso tenlo por seguro.
Ahora recorro tu rostro con los dedos, muy lentamente. Primero las yemas, luego un tamborileo sobre tu fría nariz y finalmente las palmas de las manos como amantes perfectas para tus mejillas. Perdona mi hermosa, pero se me sale la risa de verte así tan quietecita, tan esperando que yo diga algo para luego no decir nada y hacerme quedar como un idiota, hablándole de todo a la nada. Iracundo declamador de panfletos ante un público de circo. Me lo has hecho antes. Admito que me desesperaba pero, ¿sabes? Creo que no lo haré más, todo está arreglado entre los dos y solo queda espacio para una infinita ternura, igual que las tantas tardes de café en las que hablabas y hablabas, solo que esta vez podrás escucharme mejor.
¡Carajo si estabas hermosa! Me late muy rápido el corazón de pensar en lo de anoche, paso a paso, antes de tu baile. Unos vinos frente a la fogata del café y luego una caminata por el centro de la ciudad. Ese disco ¿Te acuerdas, allí junto al fuego? ¿Pero cómo…? ¡Que cruel puedo resultar! Perdóname. De seguro que no. Pero sonaban como a blues, ese ritmito como aletargado por debajo de la triste guitarra, esa que de repente se pegaba de punteos y arpegios que convertían la armonía en una especie de bolero. No recuerdo bien lo que era, pero resultaba maravilloso ver brillar esas cuerdas bajo la luz tenue de la hoguera. ¿Qué injusto es el mundo, no te parece? ¡Oh, que cruel puedo resultar! Perdóname. Pero, de verdad, no te parece injusta la forma en que la luz nos acaricia a veces. Me crecían en el pecho, como pedazos de vidrio en la garganta, unos celos tremendos. ¡Ver esos reflejitos amarillos! Nacían allí mismo, donde empezaba la música. Te tocaban el cuello con singular delicadeza. Admito, sin embargo, que había algo de voyeurismo en esa agonía de luz y sombras.
Nos salimos del café después de un montón de tragos y varios blues-boleros descarados. Se me acabó la paciencia de verte borracha de música y luces, tan contenta y yo, en cambio, embelesado con los reflejos sobre tu cuello. Se me vino a la cabeza una cinta porno en la que tú y mi mejor amigo eran los protagonistas. Eso no sucedió, no te alteres. ¡Oh, que cruel puedo ser! Perdóname. Solo quería dejar claro que lo de la cinta porno es un ejemplo imaginado, no pasó en realidad. Celos imaginados. Todo imaginado.
Y entre imagen e imagen imaginada (perdona la redundancia, es falta de imaginación), salimos caminando por esas desoladas y muy a menudo sucias calles bogotanas, acariciadas también por la luz amarilla que nace de los faroles y que se reproduce en el suelo de las calles que se mojan de excitación, amadas por la lluvia y la luz. Húmedas de brillos y de reflejos, como los que bailaban sobre tu cuello.
Nos paramos un rato a fumar. Pensaba entonces en como el humo podía ser un cómplice perfecto de la luz y, sin embargo, tan diferentes. Eran como tu y yo siempre habíamos sido. Yo humo y tu reflejitos sobre el cuello. Me sonreías cómplice, sabiéndome pero sin conocerme, una falta que se reflejaría en la docilidad de tu baile de más tarde. En los compases exactos de tus giros por encima de los blues-boleros.
Te has fijado (preguntaste entonces), te has fijado en cómo bailaban esas parejas en la pista. De seguro nunca habían escuchado esa música y se pararon a bailar de pronto. Es imposible que esa melodía exista para bailarse (y viéndote las luces en el cuello, me parecía entenderte). Es única. Muy de un solo momento. Fue excelentemente ejecutada, no lo estoy poniendo en duda, pero estoy segura de que esos músicos no podrán volver a interpretarla jamás. Es como en Pink Floyd, ¡Qué podría tener de bueno el Dark Side si la mejor pista, la número dos, no estuviera! Esa armonía es única. Nunca podrá volver a ejecutarse en ninguna parte del mundo, ¿ves? (y yo miraba luces, cuellos y humedad). No te ofendas lindo, no hagas esa cara, me gusta el vino y disfruto mucho tu música, pero no entiendo que te resulte tan natural que las parejas bailen con eso. Es como una falta de respeto a la imaginación (imaginaba cuellos y luces y blues boleros para no volver a ser bailados).
Tus discusiones me parecían muy tiernas, siempre. Una batalla interna por hacer que yo te entendiera. Una maraña de argumentos revoltosos que se peleaban entre sí, haciendo brotar risas, gritos y lágrimas que a la larga se convertían todas en enemigas. Nunca terminábamos una conversación con una conclusión inteligente, siempre quedábamos como aturdidos por nuestras propias palabras a un punto tal que la mejor salida era darnos un abrazo y no seguir divagando. Esa noche te abracé después de tu paranoia musical ¿Te acuerdas? ¡Mierda, perdóname! ¡Me olvido! Puedo ser muy cruel algunas veces.
Cuando llegamos al apartamento ya era muy tarde, me acuerdo. Sin embargo charlamos otro rato en la salita. Esos vinos nos tenían picados, continuar bebiendo fue lo más natural. Prendí la araña de la sala, amarilla también, y no pude evitar que me bailaran los ojos sobre tu cuello mojado. Ahora que lo pienso bien, no recuerdo que hubiera llovido, pero las luces bailaban sobre tu cuello, igual que esos los reflejos de los faroles en la calle: dando patadas centelleantes debajo de las capas de agua. Y estabas lejos del agua y de las copas de vino, puedo jurarlo. Pero luces y tu cuello y yo cómplice, como humo abrazándote.
Me pegué lo más que pude a tu cuerpo. Ya estábamos pasados de tragos. No me hablabas, solo me mirabas, así como los faroles mirando las calles. Coquetas calles que también les devolvían la mirada, esos reflejos de luz sobre los charcos. Y tu cuello farol y mi boca charco.
Te caminé con los dedos y me enrede con tu ropa, ese saco largo tuyo que, enredado en mis manos, aparentaba ser una serpiente, una cuerda que nos quería aprisionar. Tus besos se clavaron en mi cara como un animal hambriento. Las lucecitas del cuello se hicieron horizonte. No había llovido, recuerdo, y te lo había dicho ya, ¿no? Pero estábamos húmedos y las luces. Quería amarrarme a tu boca y deshumanizarme entre tus piernas. Hacerme un simple pedazo de carne cuyos sentidos se tropiezan con la divinidad. Pero estaban tus luces y las babas y yo que te besaba con los ojos abiertos y el saco.
Quería besarte te lo juro, pero sentía que mis labios en tu boca y mi lengua entre tus dientes no lo lograban, no eran beso. Eran más el ahogo de un grito de terror. Las luces me miraban, bailando sobre tu cuello. Y yo cerraba los ojos pero seguían bailando. La serpiente se enderezaba por detrás de ti, todavía enredada en mis manos, asustada de tus luces en el cuello. Nos pusimos de acuerdo, la culebra y yo. Yo quería besarte con los ojos cerrados y esa era la única forma. Te lo aseguro, de verdad, cree en mis lágrimas.
Las 10:30 de la mañana. Mira cómo se pasa el tiempo. No recuerdo bien a que hora empecé a hablarte. Recuerdo que fuiste toda oídos después de las 1:40. Ahora ya se repite por duodécima vez mi disco de blues-bolero. Nunca he sabido bien que género es, pero esa es la forma más exacta que tengo para explicarlo: blues-bolero. Aprendí mucho de ti mi hermosa, te lo aseguro. Creo que me convertiré en crítico de blues-bolero y te seguiré recordando, siempre igual que anoche, girando al compás de esa melodía que ningún músico podrá volver a tocar jamás, con tus pies levitando por encima de la alfombra y las malditas luces escondidas debajo de tu saco serpiente, bien amarrado a la lámpara de araña. |