Un misterio que se devela
Una de la características del barrio de Belgrano es la cantidad de perros que habitan sus departamentos, dicho esto sin segundas intenciones.
Anselmo ni bien se recibió de veterinario, consiguió un local apropiado para ejercer su profesión sobre la calle Pampa a dos cuadras de la Av. Cabildo. El fondo del local contaba con modernos sanitarios, apropiados para conformar el consultorio y un salón de belleza animal. Optó por contratar un estudiante próximo a recibirse, que al tiempo que hacía su residencia, lavaba, cortaba uñas y desparasitaba.
Surtió el local con excelentes productos para la venta, por que logró al cabo de pocos años convertirse en el veterinario preferido de la vecindad .
Todos sus clientes y amigos sabían del amor que el doctor profesaba por los animales y del sacrificio con que ejercía su labor. No había para él sábados, domingos ni feriados, si alguno de sus pacientes requería de su atención.
Había elegido esta profesión no sólo llevado por estos nobles sentimientos, una tarde mientras le hacía compañía y le cebaba unos mates, decidió hacer un alto en su labor y sin ningún preámbulo me develó su secreto.
Me observó fijamente a los ojos, tal vez para asegurarse que no me iría a burlar. Con un gesto cercano al alivio que se siente al contar lo que se mantuvo oculto mucho tiempo, me concedió el honor de compartir con él lo que según sus presunciones se convertiría ni bien resuelto, en un avance de gran importancia dentro de la especialidad veterinaria.
Pensé que se trataba de alguna vacuna o en algún procedimiento médico que pudiera aliviar los padeceres de los animalitos que tanto amábamos, pero pronto me enteré de que no era ese el motivo de tanto desvelo.
Ustedes que están leyendo esta historia se preguntarán si vale la pena perder el tiempo en seguir con la lectura de esta fábula, o simplemente pasar a otra más constructiva. Posiblemente hubiese sido lo mejor que podían haber hecho, sin embargo no está mal que se enteren de lo que ahora se van a enterar.
El objetivo de la investigación emprendida por Anselmo, estaba destinada a descifrar la razón por la cual los perros en cualquier lugar del mundo sin distinción de raza pelo o color, ni bien se cruzan por la calle, se posicionan adecuadamente para cumplir con el ritual de auscultarse, e indefectiblemente hurgar con el hocico en el culo de su congénere, olfateándose mutuamente con la misma seriedad que adoptan al momento de defecar.
Como es frecuente en muchos casos, las cuestiones más complejas se resuelven de la forma más simple, y otras incluso por obra de la casualidad.
Los domingos se refugiaba en el consultorio para ahondar sus investigaciones con todos los elementos a su alcance, tanto libros como toda la información que había recopilado durante años, luego se abocaba a la pasión que lo desvelaba desde la infancia, la de encontrar algún indicio revelador, una clave o un dato cierto que le facilitara descubrir este enigma que tanto ansiaba resolver. La revelación estaba mucho más cerca de lo que Anselmo suponía.
Una tarde mientras hacia un paseo con mi perrita “Chalu” por la plazoleta que enfrenta la estación de trenes de Belgrano “R”, nos encontramos en forma casual,
Anselmo se puso contento al verme, aunque denotaba un gesto preocupado.
Decidimos compartir un café en el Bar Irish, frente a las vías del ferrocarril y de paso charlar un poco.
No logro avanzar mucho más allá de lo que usted sabe –me confesó Anselmo mientras removía el azúcar de su café-. –Estoy a punto de abandonar.
Me sentí impotente, incapaz de aportar algo positivo. Por la ventana del bar se filtraba una brisa suave un tanto húmeda. Permanecimos en silencio. De tanto en tanto se escuchaba el estrépito del tren que conmocionaba la quietud del atardecer.
Solo atiné a decirle que él había puesto demasiadas expectativas en un tema que yo consideraba infinitamente menor a lo que él suponía.
Me miró sonriente, en cambio yo incliné la cabeza y me sentí arrepentido por lo que había dicho.
Un cielo bajo y plomizo anunciaba la proximidad de una tormenta. Era tiempo de volver a casa.
En realidad el entramado de esta historia ya no me apasionaba, es más, había comenzado a dudar de la salud mental de Anselmo. Pensé que el vivir demasiado encerrado en una profesión nos vuelve un tanto imbéciles.
En realidad, involucrarme en esta fábula solo tenia el sentido de entretenerme, ocuparme en algo que me distraiga de la rutina en que me habían sumido los años.
Pero la verdad es que ya estaba empezando a aburrirme, al mismo tiempo sospechaba que era yo el que podía ser la víctima de mis propias intenciones, el burlador burlado, por lo que decidí apurar el final de esta historia sin final aparente.
Me comprometí ante Anselmo en que haría todo lo posible para localizar Ramón, un viejo conocido que después de trabajar toda su vida en una conocida estancia pampeana, lo habían jubilado y ahora vivía sus últimos años con una hija en la localidad de Rafael Castillo. Ramón, a más de ser un excelente cuentista y fabulador, tenía el aspecto circunspecto, digno de inspirar confianza tan propio al criollo antiguo. Vi que un gesto de esperanza se dibujaba en el rostro de Anselmo.
No tardé más de una semana en localizar a Ramón y concertar una entrevista en Belgrano. El lugar sería el consultorio a las ocho de la mañana. Luego Anselmo nos invitaría con un almuerzo en un restaurante vecino. Como es costumbre entre la gente de campo, Ramón fue puntual. A las ocho estábamos los tres compartiendo unos amargos y nuestro invitado ya estaba dispuesto a comenzar con su relato. Yo ya no veía el momento y Anselmo simulaba serenidad, pero se notaba en el un grado de ansiedad que iba en aumento.
Esto que les voy a relatar, -dijo Ramón-, me lo contó mi patrón cuando yo era un muchacho y comencé a trabajar en su estancia. También me recomendó que no lo divulgara demasiado Yo amo a los perros, motivo por el cual les pido también a ustedes que guarden absoluta discreción.
“La historia comienza en la época de Noé. Al cumplirse el primer año del salvataje, todos los perros dispersos por el mundo conocido, se habían reproducido notablemente. Para festejar la epopeya del arca, decidieron juntarse para un gran festejo al pie del Monte Ararat, el lugar del descenso. Se organizó una fiesta suntuosa donde no se escatimó en ningún gasto, los mejores costillares y las mejores carnes de diversos animales, desde los codiciados jamones de pata negra a las más exquisitas raciones de ciervos ahumados formaban parte del menú. La invitación que se envió, hacía especial mención a la prolijidad y a la obligación de concurrir con traje de etiqueta.
La noche del festejo colmó la capacidad de los alrededores, y al poco tiempo ya era muy complicado encontrar un lugar para estacionar. Un gran cartel de luces de neón anunciaba en colores rojos y azules “Feliz aniversario, Bien venidos”.
A pocos metros de la entrada se encontraba el vestuario donde atendían un par de bellísimas perras que recibían los abrigos e indicaban a la concurrencia el lugar donde se encontraban los percheros donde los concurrentes, por razones de buen gusto e higiene debían engarzar el culo y retirar un número para facilitar el trámite de retirarlo al finalizar la fiesta. Todo fue minuciosamente pensado para que el evento se convirtiera en inolvidable. La música de cumbia atronaba con su ritmo contagioso y los más jóvenes pertenecientes ya a la segunda generación, bebían y trataban de establecer relación con las bellísimas cachorras que contorneaban sus cuerpitos adolescentes con las mismas intenciones. Los mayores en cambio charlaban entre si, y degustaban los exquisitos manjares que se ofrecían en las mesas estratégicamente dispuestas. Salvo algunas pequeñas transgresiones producto de la impetuosidad de los que sucumbían a los encantos de las “chicas”, todo era alegría y felicidad.
Al cabo de unas horas el cielo se nubló, pero nadie le dio demasiada importancia ya que la estaban pasando demasiado bien. Un rato más tarde comenzó a soplar un viento fuerte con caída de granizo, más una lluvia que hacia recordar el diluvio universal. Una verdadera tempestad. Se cortaron las luces, todo quedó en absoluta oscuridad y el desbande fue general. Lo más grave se produjo al momento de querer recuperar lo que se había entregado al entrar. Era imposible.
Ante los acontecimientos cada uno se apropió de lo que podía.
El perro propone pero Dios dispone, desde esa noche en adelante los mejores amigos del hombre ni bien se cruzan, por contar con buena memoria intentan recuperar lo suyo. Lo que más duele es ver como a veces se ladran entre si, como queriéndose destrozar a dentelladas, algunos piensan que se instruyeron de los humanos”.
Anselmo estaba encantado con la historia, se lo notaba exultante y me miraba con un gesto de agradecimiento. En lo que a mí concierne ya era demasiado, no daba para más, así fue que inventé una excusa bien fundada para no acompañarlos en el almuerzo, y luego de comprobar que Ramón recibió la recompensa económica que se le había prometido me despedí de ambos con la satisfacción de la labor cumplida.
El reencontrarme con la calle me hizo sentir reanimado, la mañana era soleada pero aún no había llegado el calor del verano.
Llegué a mi casa convencido de que sería la última vez en que me iba a involucrar en una historia de este tipo. Saqué de la heladera un cubo de hielo y me serví una generosa medida de ginebra.
Mientras me compensaba con un trago, tuve la precaución de llevar la botella al dormitorio. Abrí la ventana de la habitación y me desnudé totalmente, dejé la ropa tirada sobre la cómoda.
Ese era mi mundo, la brisa me acariciaba el cuerpo y luego me quedé largo rato mirando el cielo.
Andre, Laplume.
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