Herminia y el Sr. Hipólito
Se llamaba Herminia. Entonces tenía 9 años y vivíamos en el centro de Madrid, junto a la Gran Vía, muy cerca de la calle Desengaño. Su casa era también pensión, la pensión “La Cordobesa” según rezaba el anuncio en un balcón del segundo piso, en un portal que no recuerdo, de la calle Valverde.
Herminia era muy espabilada. Había crecido viendo pasar por “La Cordobesa” gente de toda condición, de toda calaña. Su madre no la dejaba salir sola a la calle, sólo para ir a la escuela, por aquello del puterío del barrio, que decía su madre, la Pepa.
Yo, Hipólito, era como de la familia. Llevaba en la pensión más de 30 años, desde cuando la regentaba la abuela de Herminia, que fue la que la fundó al venirse a Madrid huyendo de las miserias de su pueblo.
La época en que me instalé en “La Cordobesa” yo era un joven funcionario del cuerpo de correos, y seguía viviendo allí cuando me jubilé.
Era hombre de baja estatura, pelirrojo entonces, de pelo pajizo y canoso con los años. Tenía un hombro un poco caído y una cojera que intentaba disimular como podía, secuelas de tantos años de reparto con la saca a cuestas. Como cliente más viejo comía en la cocina con la Pepa y Herminia y tenía la habitación más grande de la pensión. La había ido conquistando conforme se morían o se marchaban los pensionados más antiguos. Había además un lavabo, una mesa escritorio y una pequeña estantería con algunos libros donde destacaban mis 10 tomos del Atlas Universal. Con ellos entretenía mis muchos ratos de ocio. Entonces era persona pulcra y aseada, simple y sin ambiciones, incapaz de maldad alguna.
Herminia, como su madre, también me llamaba sr. Hipólito y a veces abuelo Hipólito. Como Herminia no tenía padre, para compensar, presumía de tener tres abuelos: el de Córdoba, que se fue para el pueblo cuando murió la abuela, el padre del hijo de puta de su padre (eso decía la Pepa, que le tenía mucho rencor), extremeño él y el sr. Hipólito, o sea, yo.
A la Pepa, casi una cría, se la beneficiaba, a espaldas de la abuela, un guaperas que pasaba a veces una semana al mes por Madrid y se alojaba en “La Cordobesa”, hasta que le llegó que la Pepa estaba esperando y desapareció del mapa.
Herminia pasaba muchos ratos conmigo haciendo los deberes, unas veces en la mesa de la cocina y otras en mi habitación, en el escritorio, que era más amplio y así no estorbábamos a su madre.
La niña preguntaba mucho y yo me inventaba historias cuando no sabía qué contestarle. Historias de cómo viajaban las cartas de uno a otro lugar, atravesando montañas, ríos y océanos. Del olor de las cartas a jazmines, violetas,… que yo suponía de enamorados. De cartas sin dirección que nunca llegaban a su destino, e iban a lo que llamábamos el cementerio.
Me gustaba la concentración de la chiquilla, ver el asombro de sus ojos y su boca cuando se me ocurría algo inverosímil, como que a veces una carta, para que fuera más deprisa, la subíamos a una nube y cuando la nube llevaba muchas cartas para el mismo lugar, entonces la nube llovía cartas en la plaza del pueblo.
Otras veces, Herminia y yo cogíamos un tomo del Atlas y lo abríamos por cualquier país. Viajábamos por los mapas de ciudades, países y continentes. Le enseñaba los caminos, carreteras, las vías de ferrocarril,…y le contaba que yo había estado en los cinco continentes sin salir de Madrid, sin salir de esa habitación. Cómo ponía un dedo en el mapa, leía el nombre del pueblo más cercano, cerraba los ojos y empezaba mi viaje.
Como Herminia bizqueaba un poco, inventé que las personas como ella tenían un don que los dioses otorgaban a muy pocos: esos pocos podían mirar y ver dos sitios a la vez, y hasta estar en dos sitios al mismo tiempo, haciéndoles casi omnipresentes. Herminia se quedó con la copla.
Un día Herminia estaba castigada en su cuarto, cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas ver al abuelo Hipólito. Cuando los abrió estaba sentada en mi escritorio. Luego volvió a su habitación por su propio pié.
Contenta con su primera experiencia, siguió desplazándose cada vez más lejos con ese sencillo sistema. Siempre ampliaba su territorio viajando en círculo, como dicen que lo hacen los gatos. Verdaderamente Herminia tenía el don.
Un día me llevaron al hospital para operarme de apendicitis. La cosa se prolongó un poco más de lo previsto por unos quistes que aprovecharon para extirparme.
En el hospital soñé con la muerte. Me traía una carta en un sobre negro, sin sello ni dirección, sólo mi nombre: Hipólito Díaz Moreno. Era una atractiva mujer que tenía la cara de Herminia y llevaba una guadaña de caramelo que afilaba lamiéndola con su lengua. Era hermosa y vestía una túnica transparente. La deseé, quise poseerla.
El mismo día que volví a casa, encontré que Herminia había crecido 6 ó 7 años durante el tiempo que estuve ingresado. Casi era una mujer. Recordé entonces la historia del monje que yendo a su monasterio, se entretuvo en el camino a oír el canto de los pájaros. Quedó ensimismado. Tanto que sólo despertó cuando los pájaros dejaron de trinar. Al llegar al monasterio
no reconoció a nadie y al cabo de preguntar supo que había pasado doscientos años oyendo cantar a las aves.
Esa misma tarde empecé a hacer la maleta con mis cuatro cosas. A la niña le dije que tenía que entregar una carta, en un lejano país. Me habían elegido a mí porque me tenían mucha confianza y conocía bien la geografía.
- ¿Y dónde está la carta?
- Todavía no está, la iré escribiendo por el camino, dije sin esperar que Herminia me creyera.
La besé. Sabía que era la última vez que besaba esa inocencia. Herminia también me besó, pero ella no sabía que sería la última vez. O quizás sí.
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