Eran las seis de la mañana de un mes de diciembre en aquel país centroamericano de ancestral cultura. La madrugada, cómplice de la noche, se cansó de prodigar sueños y le cedió el paso al día, que inauguró sus próximas doce horas con un sol perezoso. Los débiles rayos del rey de los astros, con costo se colaban entre la espesa neblina del frío cielo que volvía frío también el suelo. Por eso, Ana María tuvo que hacer un esfuerzo enorme, para abandonar la mullida cama de acolchadas frazadas y emplumados almohadones. Debía levantarse. Así que, aferrándose a la fuerza de la responsabilidad, se puso de pie. No podía dejar de escribir aquella carta abierta al señor Ministro de Salud, desde el periódico más leído del país. Imposible que su sensible corazón diera cabida al deseo de seguir cobijada y dejara que la indignación se le disipara. Su carta debía llegar a sus destinatarios. Por eso, sin más preámbulos, tomó de la mesita de noche, el vaso con jugo de naranja que Soledad, la solícita mucama, le llevara como siempre, hasta su lecho. Bebió su contenido, pasó un cepillo por el cuidadísimo cabello, tomó del perchero la preciosa bata enguatada y cubrió con ella la fina pijama de seda que llevaba puesta. Luego, se dirigió al estudio, para poner manos a tan magna obra.
Transcurrieron como cuarenta minutos de esmerada construcción epistolar, hasta que Ana María, emocionada, dio la orden a la computadora y la carta quedó impresa. Imaginando todos los enaltecedores calificativos que recibiría de los lectores sensibles igual que ella, procedió a leerla en voz alta:
– "Respetable Señor Ministro:
Hace apenas tres días Ud. anunció que procederá a exterminar a los perros callejeros. Por eso, con la presente, me sumo a la ya importante lista de compatriotas que han expresado su desacuerdo e indignación por tan inhumano hecho. No dudo que tomó la decisión con el fin de coadyuvar a la salud de seres humanos. Sin embargo, no sólo los seres humanos tenemos derecho a vivir. Todos los seres vivos que El Creador y Formador puso en nuestro planeta, por ser parte de su creación, deben ser tratados con dignidad y, sobre todo, ser respetados en su derecho a la vida.
La eutanasia no debe ser la salida a la problemática. Por eso, propongo algunas de las acciones que el Estado puede implementar en vez de quitarle la vida a estos nobles seres: 1) Que veterinarios voluntarios o contratados esterilicen a las hembras y castren a los machos. (Aunque tampoco ésta es una medida humanitaria, pero al menos, moralmente es una acción más leve que matar). 2) Vacunar eficientemente a todos los perros. 3) Crear albergues o perreras, para que los chuchos de la calle tengan la opción de ser atendidos por especialistas o de ser puestos en adopción.
Señor Ministro de Salud, por la ley del Karma cualquier daño que se hace a un ser viviente, es un daño que se hace a uno mismo. Todos procedemos del vientre de la Madre Tierra y por lo tanto, como sus hijos, todos merecemos respeto. Me permito entonces, recordarle respetuosamente, que no siempre la salida más fácil y más económica es la salida más sabia".
Finalizó la lectura y estiró los brazos con fuerza, como para ahuyentar cualquier residuo de modorra y, se puso de pie. Estaba satisfecha consigo misma, sobre todo, cuando sentía en las piernas el roce de la tierna pelambre de Lulú, la achocolatada perrita pequinesa de amielados ojos vivaces, que ella tanto adora. Y que, gracias a Dios tenía un hogar y estaba libre de ser impunemente asesinada. Se le hinchó el pecho de un sentimiento indescriptible, sólo de pensar que estaba haciendo algo, para coadyuvar con la protesta por esa infamia tan cruel e inhumana del gobierno.
– ¡Este mundo está decayendo tanto moralmente! Es necesario contribuir, para que la solidaridad humana se mantenga viva –. Se dijo, mientras colocaba el papel escrito en un fólder que le entregaría al chofer, para que éste enviara la carta por fax, desde las oficinas de correos de la exclusiva colonia residencial. No podía mandarlo directamente desde su casa, pues su hijo, el mimado Sebastián con apellido de abolengo, como jamás obedecía usar sólo el computador de él, había descompuesto el fax-modem de la computadora suya.
– Señora ¿puedo molestarla? – La sorprendió la voz tímida de Soledad. De la indígena recién llegada de allá por el altiplano occidental. Esa sirvienta tonta que la saca de quicio con sus torpezas y sobre todo con ¡ese habladito de india! que no aguanta.
– ¡Claro que molestás!, pero bueno, ¡¿qué querés?!
– Recordarle patroncita, sobre el dinerito que ayer le pedí adelantado, para llevar a mijo Juanito con el doitor.
– ¡Ah! es eso. Ya te dije, que no tengo dinero para adelantos. Que en esta casa jamás se paga adelantado el trabajo de los sirvientes; porque después, ustedes los indios abusan y ya no quieren hacer las cosas bien hechas.
– Usté perdone, patroncita, pero es que el Juanito se está quemando de fiebre y tengo miedo de que se me vaya a morir. Se puso pior. Toda la noche pasó tose que tose y llorando mucho. Lo dejé muy enfermito ahora que me vine para el trabajo, lo está cuidando su hermana, la más grande de los cuatro patojos.
– No seás exagerada. Ustedes siempre exagerando y lloriqueando por todo, para que una les tenga lástima. ¡No se va a morir! Y total, si se muere, no es el único hijo que tenés. Ustedes las indias son buenas para parir. Es para lo único que sirven. Vete a la cocina, ¡vete!, ¡vete!, el almuerzo debe estar listo, para cuando venga el niño Sebastián del colegio.
Soledad, más sola que nunca, dio la vuelta y se encaminó hacia la cocina. Para no ensuciar la gabacha, que a manera de uniforme llevaba puesta sobre su raído traje maya, se enjugaba con el reverso de las morenas y maltratadas manos, las lágrimas que despavoridas salían de sus azorados ojos negros.
– ¡Ah! Indios más retentados. Cómo los odio. Sólo sirven para ensuciar la ciudad y para andar dando ese espectáculo de miseria que tanto confunde a nuestros visitantes, que desde el extranjero vienen con intención de hacer inversiones en este empobrecido país del Tercer Mundo. Mejor sería que murieran. Bien estaríamos con una patria sólo de ladinos. – Se dijo Ana María, mientras llamaba al chofer y le ordenaba que llevara la carta. Luego, se dirigió al baño, para darse la acostumbrada y relajante zambullida entre la espumosa agua deliciosamente aromatizada de la tibia bañera.
Pasaron las doce horas del día y las otras doce de la noche. Otra mañana dicembrina le fue regalada a la enfriada y urbanizada ciudad. De nuevo el sol, luchaba con pereza, para atravesar con sus iluminadas saetas la enneblinada atmósfera que presagiaba un día muy helado. Ana María se despierta, pero no se levanta. Llama por el intercomunicador y pide el periódico. Se lo llevan. Los azules ojos siguen el nervioso movimiento de los alargados y blancos dedos que con ansiedad buscan la página destinada a cartas de opinión y, descubre satisfecha que publicaron su carta.
– Si el Ministro de Salud no lee mi carta, al menos su asistente le dirá que la leyó. – Se dijo dominante. Luego, se dio vuelta y siguió durmiendo con placidez. Tenía la conciencia tranquila, había hecho una buena obra. Cumplió con el alternativo pensamiento ético filosófico que les inculcan, como principio moral de conducta, a los socios del exclusivo “Club de Amigos de los Animales”.
Mientras tanto, Soledad empezaba un nuevo día de trabajo. Afanosa, buscaba la gabacha, en la elegante cocina más tibia que la marginal covacha de cartón y latas viejas donde le dieron posada. Una de esas tantas “casas” ubicada en uno de los barrancos insalubres donde sobreviven las y los excluidos del sistema. El asentamiento “humano” donde habita, desde que dejó la aldea en la que nació, buscando mejor vida para sus hijos. Sus tres varoncitos y su niña, que se quedaron huérfanos, desde que el ejército se llevó a su padre, porque decían que era un subversivo. No había dormido durante toda la noche y sentía el cuerpo helado. Se sacudía el frío de la calle, frotándose las agrietadas manos mientras exprimía, una a una, las naranjas para el jugo de la señora. Y, entre naranja y naranja, suplicaba muy calladita:
– ¡Ay! Tatita Dios, otro día ya y mi Juanito sigue ardiendo en calentura. Ayudame Diosito, para que el remedio que me regaló la vecina me lo cure. Tata Dios, vos que sos todo poderoso y güeno, Padre y Madre, protector del cielo y de la tierra, no dejés que mijito se me muera.
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