Detuvo el coche junto a la carretera que zigzagueaba como una serpiente entre un sinfín de campos ahogados en la densa niebla. Los ojos vidriosos de Pablo, cercados por cerúleas ojeras, contemplaban la blanquecina luz que se filtraba a través de la bruma, pareciéndole que estuviera sumergido en una funesta pesadilla de la cual le resultaba imposible despertar, mientras Lex Artis retumbaba en su cabeza, de forma amarga, una y otra vez. Tenía la sensación de tener el cuerpo rígido como una piedra agrietada y que en cualquier momento estallaría en mil pedazos, convirtiéndose en polvo que se mezclaría con la húmeda niebla que lo envolvía todo.
Al cabo de unos minutos, venciendo la rigidez de su cuerpo, salió del automóvil, se puso la americana y sintió un frío letal; creyó que la mismísima muerte le susurraba al oído: «Ha llegado tu hora». Miró en torno, en busca de la siniestra figura antropomórfica de la muerte; pero sólo encontró la densa y húmeda niebla que humedecía su rostro casi joven. El móvil sonó y lo observó con torcida sonrisa. Abrió la palma de la mano y lo dejó caer sobre la grava de la cuneta, diciéndose a si mismo que ya no tenía que hablar con nadie.
Caminaba pesadamente sobre la mojada hierba del campo que le llegaba hasta las rodillas, sintiendo como la humedad calaba las perneras de sus pantalones. ¿Cuándo dejé de preocuparme?, ¿me daba igual?, se preguntaba, en tanto alcanzaba, ocultos por la niebla, los raíles de una vía de tren. Apoyó un pie sobre un riel y, tomándolo como punto de referencia, siguió con la vista la barra metálica que, a los pocos metros, desaparecía adentrándose la espesa bruma.
Descansó la cabeza sobre un riel, utilizando la americana de colchón, y se acomodó sobre las traviesas de madera, encogiendo las rodillas y afirmando los pies sobre el otro riel. Desabrochó la manga izquierda de su camisa y la dobló hasta la altura del codo, y asiendo una jeringuilla con la mano derecha, aproximó la aguja al antebrazo desnudo. Obvié las más elementales normas de la Lex Artis, pensó, al mismo tiempo que visualizaba mentalmente el rostro sudoroso y febril de su paciente, momentos antes de realizarle el drenaje. La culpabilidad que sentía Pablo espoleaba su interior desabridamente; y lo único que deseaba ahora era huir de ella. Lex Artis, susurró, envuelto por una espesa bruma, con la aguja a punto de perforar la vena.
Pasos y voces, a través de la niebla, llegaron a sus oídos antes de que se inyectara el potente sedante. Estaban muy cerca, pero la espesa bruma ocultaba sus figuras. Se quedó quieto, sin mover un solo músculo de su cuerpo, expectante, escuchando la conversación mantenida por dos individuos.
–Date prisa, en veinte minutos el tren estará aquí –advirtió una voz joven y nerviosa.
–Tranquilízate y pásame la caja –respondió otra voz, áspera y fría.
Pablo escuchó como si estuvieran removiendo grava y al cabo de unos instantes el crepitar de cinta adhesiva.
–Ya está. Cuando la rueda alcance la tabla, “bum bum” –dijo la voz áspera, sofocando una carcajada.
–Pues larguémonos –respondió el otro.
Pablo se mantenía inmóvil, con la jeringuilla dirigida a su antebrazo, sin saber que hacer al comprobar que dos figuras oscuras aparecían ante él, surgiendo de la niebla.
–¿Pero qué coño? … –espetó el tipo de voz áspera, un hombre alto y gordo, de bigote espeso a la mejicana, de unos cuarenta años, sacando una pistola de la parte trasera de su cinturón y apuntando a Pablo– ¿Qué haces aquí hijo de la gran puta? –inquirió, quitando el seguro del arma.
–Mira, tiene una jeringuilla en la mano –apuntó el individuo que le acompañaba, un chico casi imberbe, apenas de veinte años, rubio, flaco y alto como el otro.
Con los ojos entornados, Pablo fijó la mirada en el cañón del arma que lo apuntaba, y no sintió miedo; estaba extrañamente tranquilo, era como si aquella nueva situación lo liberara por un instante de la culpa que lo había llevado hasta allí.
–¿Me vas a responder cabronazo? –escupió el hombre que asía el arma, llegando a tocar con el cañón metálico y negruzco la frente de Pablo.
–Déjalo en paz y vámonos, es un puto drogata a punto de meterse una dosis. Seguro que no se acuerda ni de su nombre –dijo el otro.
–De eso nada. No tiene aspecto de ser un yonqui –respondió su compañero.
–Espero el tren. He venido a suicidarme –dijo Pablo, con el rostro pétreo, como si ignorara que el cañón de la pistola estuviera rozándole la frente.
–Un suicida –murmuró el hombre armado, torciendo el gesto con desprecio–. ¿Por qué te quieres suicidar? –preguntó al cabo, guiñando un ojo a su compañero.
–¡Vámonos! ¿Qué coño nos importa este tipejo? –repuso el joven, visiblemente preocupado.
Se levantó como impulsado por un resorte y, abalanzándose sobre el hombre que asía la pistola, clavó la jeringuilla en su cuello. Éste, desconcertado y perdiendo el equilibrio, disparó una bala que sólo rozó una ceja de Pablo. El joven, con los ojos abiertos como naranjas, hizo un gesto para llevarse una mano a la espalda, y antes de que le diera tiempo de sacar la pistola, Pablo sacó otra jeringuilla de su bolsillo y la clavó en el estomago del muchacho, propinándole, a la vez, una dura y seca patada en la entrepierna, lo que hizo que cayera de rodillas al suelo. El potente sedante inyectado en ambos, hizo que éstos perdieran el conocimiento antes de intentar hacer nada. Pablo se llevó la mano a la ceja y comprobó que la herida era superficial. La frialdad con la que actuaba le sorprendía; pero se sentía tranquilo. Hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien. Arrastró los dos cuerpos dormidos, sacándolos de la vía y lanzó, tan lejos como pudo, las dos pistolas al campo cubierto de hierba. Un silbido lejano atravesó la niebla y lo alertó. Se aproximaba el tren. Corrió siguiendo la vía, buscando con la mirada amusgada algo que delatara la colocación de un artefacto explosivo. Otro silbido, esta vez más cercano, volvió a franquear la espesa bruma cuando vio una caja de herramientas semienterrada entre las traviesas, con unos cables que salían de ésta y que morían en un soporte de madera encintado sobre un riel. El rumor del tren era cada vez mayor, y Pablo, sin pensarlo dos veces, desencintó el soporte de madera y, con dificultad, extrajo la pesada caja de herramientas del agujero. El tren rugía próximo pero la espesa niebla ocultaba la locomotora que avanzaba rápidamente. Con el rostro sudoroso y brotando sangre de su ceja, salió de la vía a trompicones, sosteniendo la pesada caja en su regazo, cuando el tren, aullando como un animal enloquecido, alcanzó el punto en el que había estado semienterrada. Dejó la caja en el suelo y la observó inquisitivamente durante unos segundos hasta que recobró el aliento.
Caminaba por el campo absorto en sus pensamientos, con la hierba húmeda llegándole hasta las rodillas. La niebla empezaba a levantarse y el sol aparecía tímidamente sobre su cabeza. Lex Artis resonó de nuevo en su cerebro; pero esta vez, pese a la culpabilidad que se cernía sobre él, algo había cambiado en su interior: comenzaba a aceptar la culpa. El paciente murió por mi negligencia, pensó, no actué como un profesional, y debo afrontarlo. De eso se trata, se dijo, de afrontar la situación, por muy difícil que sea; pero afrontarla de todos modos. Alcanzó el coche y buscó entorno a él, hasta que dio con el móvil que había dejado caer sobre la grava. Maldita sea, ¿cuándo me olvidé de la verdadera razón por la cuál me hice cirujano?, se preguntó. Tras una llamada escueta y precisa, guardó el teléfono en el bolsillo; la policía ya estaba de camino. Entonces se derrumbó, cayó al suelo y lloró amargamente por su paciente, por no haberle salvado la vida cuando pudo haberlo hecho, por haber olvidado quien era y por haberse dejado vencer tan pronto.
Al rato, cuando las sirenas de la policía rasgaron el aire, la niebla había desaparecido y el sol era el protagonista del cielo. Las patrullas se detuvieron frente a él y fue en aquel instante cuando se dio cuenta de lo que acababa de suceder realmente en la vía del tren. |