Domitila trabajaba en la lavandería del hospital de Santa Clara, de Rio de Janeiro.
Antes no tenía que trabajar, porque Jâo ganaba lo suficiente para mantener a la familia con decoro. Pero Jâo estaba en la cárcel por haber cazado papagayos en la selva y no lo iban a liberar
tan pronto; lo habían sorprendido en plena caza.
Jâo y Domitila tenían un buen pasar. Crecían a sus
cinco hijos con cierto orgullo porque todos llevaban zapatos y el mayor iba a la escuela.
Dos meses después del arresto de Jâo, cuando Domitila no tenía ya dinero para alimentar a su familia, aceptó agradecida el ofrecimiento de trabajo de la asistente social, quien
notó las penurias por las que estaba pasando la familia.

En la lavandería del Hospital de Santa Clara, ganaba lo suficiente para alimentar a sus hijos y redondeaba el salario con el arreglo de ropas
que le entregaban cada tanto en una gran canasta. Cierta vez, le dijeron
que debía entregar la cesta a una mujer vestida de gris, que estaría en la esquina del hospital. Domitila no era tipo de hacer muchas preguntas y se sorprendió cuando al entregarla,
recibió en cambio otra idéntica, repleta de ropa para coser. En su casa descubrió un sobre entre las telas.
Este tráfico se repitió a menudo.
Los sobres eran cada vez más abultados.
Cuando después de un año, Jâo volvió de la
prisión. Domitila seguió trabajando en la lavandería
del hospital. Los cambios de canastas eran menos frecuentes y en el último, la esperaban en la esquina habitual, dos hombres que le
ordenaron que les entregara la cesta, la esposaron y la obligaron a subir con ellos a un coche de la policía. Domitila protestaba diciendo que no
sabía de qué la acusaban.

Una carita morena asomó movediza entre los trapos.