No hizo más que bajarse del auto y comenzó a sentirse enfermo. Entró a su oficina e intentó tomar el ritmo habitual; encendió su computador, revisó mensajes comerciales, pero un malestar general le impedían concentrarse. Los empleados pasaban por ahí y lo miraban con preocupación. Desde hace diez años atrás que lo veían siempre puntual en su puesto. Nunca atrasado, nunca ausente. Récord dentro de la empresa, es que le gustaba predicar con el ejemplo, nada había para sacarle en cara.
Alguien avisó al gerente y éste, preocupado, fue a su despacho para obligarlo a retirarse.
No tenía fuerzas ni ganas para resistirse, quería llegar luego a su cama.
Veinte minutos demoraba el trayecto a su casa pero se le hacía interminable. En el hogar nadie había ya que sus dos hijos estaban en la escuela y su esposa trabajando. Mejor así, disfrutaría del silencio y la calma. Se sentía agripado, con fiebre, desganado.
Hace mucho tiempo que no se sentía tan mal; mejor se cuidaba, no fuera a ser la tan temida influenza.
Se detuvo en la casa de la vecina para pedirle limones y prepararse una limonada caliente. Se tomaría un par de aspirinas y se acostaría.
Al parecer Laura no estaba. Eran amigos y vecinos desde hace años; mucha confianza con ella, además de lo mucho que la apoyaba. Sentía simpatía y lástima porque sabía que hace años su esposo la había abandonado, así que él y su esposa prácticamente la adoptaron, a ella y sus hijos.
Las dos mujeres eran muy amigas; su esposa no era demasiado sociable, eso si, muy trabajadora.
Como Laura tenía un limonero a la entrada de su casa, él escogió los limones más grandes y jugosos, sabía que ella no se molestaría.
Con paso lento caminó a casa, sentía cómo se movían sus sesos con cada paso que daba: abrió despacito la puerta, las articulaciones de sus dedos parecía que estaban oxidadas.
Cuando entró, sintió ruidos y voces en su cuarto, el corazón se le aceleró de tal manera, que pensó se le detendría en cualquier instante.
Seguramente el ladrón ya había notado que siempre a esa hora la casa estaba sola.
¡No por favor! se decía desesperado recordando que nunca le gustó guardar el dinero en el banco; es que era a la antigua. Su padre siempre escondió el dinero bajo el colchón; él, un poco más precavido, había hecho un escondite en el armario. Rogaba a todos los cielos que no encontraran sus ahorros, que pocos no eran.
Despacito fue a la caja de herramientas y sacó el martillo para defenderse. Se acercó a la puerta y de un sólo golpe la abrió, martillo en mano, dispuesto a dar un golpe a lo primero que viera.
En la cama estaba su esposa desnuda.......con la vecina. |