Caminaba por una calle muy desahogada de mi pueblo cuando se me acercó Pierina para preguntarme por su hijo Julián Ángel. Tal cuestionamiento contrarió mis sentidos, puesto que me acababa de levantar y más aún porque entre ambos no existía un vínculo que mantuviera unidas nuestras acciones individuales. Por supuesto, le dije que desconocía su paradero, respuesta que poco significó para ella, ya que sin meditarla me lanzó una pedrada: ‘ si tú fracasaste, a él no me lo lleves por el mismo camino’.

No sé si giré en semicírculo o continué moviéndome en el mismo sentido, pero lo cierto es que en menos de diez minutos estaba en un rincón de mi casa conturbado y pensativo. Era cierto que el vástago de la señora que me abordó en la acera era mi amigo, pero de edad distinta y proyectos muy disímiles con los míos y en lo sucesivo, no había una relación que permitiera mínimamente la influencia negativa de una actitud mía en él.

La noche de ese día no pude dormir. Así, que cuando el primer destello solar se coló en el cuarto, me paré, tomé un viejo bulto, puse algo de ropas en su interior y me dirigí a la estación del bus. Exactamente a las siete comencé a recibir imágenes de llanuras convertidas en arrozales que me llegaban con intermitencias porque se interponía el follaje de naranjos y limoneros que hacían de bordes del camino. Era el mismo paisaje de la primera vez, lo que había cambiado era mi ánimo y mi percepción.

A propósito, escogí el asiento ubicado directamente detrás del conductor, lo cual me daba la sensación de compartir su protagonismo. Pero, esta vez mi mente se disparó y solo permitía la proyección interna y en retroceso de una película que comenzó a rodarse cuando uno de mis tíos, le hizo a mi padre la promesa de ocuparse de lo básico a la hora de necesitar una casa de estudios de allá; en la capital. El plan fue bosquejado por ellos cuando jugar y comer eran mis fuertes objetivos.

Ahora que otra vez me desplazo en la misma dirección y que la línea del horizonte llega al revés a mi retina y cuya uniformidad, tal vez se deba a que mi mirada tenga el mismo alcance en todos los radios, ‘veo un tío que a mi llegada no podía sostenerse a sí mismo y menos a su familia inmediata’. Y ‘que mi irrupción en su casa sumó un dígito al denominador que tenía encima un numerador casi inexistente’. Por eso tuve que regresar a mi pueblo.

Luego de muchos años y viviendo en el extranjero, una mañana entré a la oficina de un colegio católico. Mientras escuchaba a su directora plantear algunas condiciones, llamó poderosamente mi atención un cuadro que contenía un adagio africano. Su texto decía ‘que la educación de un joven era el trabajo de toda una villa’. El espíritu de ese pensamiento se filtró en mi cerebro, pero como aquella vez lo hizo en mi retina el horizonte que entraba al través del cristal de aquel autobus: invertido.

¿No sería el fracaso de un muchacho, también una responsabilidad de toda la aldea?