Participante en el Reto Celebración del Aniversario de la página de los cuentos
El hecho de ser aracnofóbico fue siempre un freno a mis deseos de navegar en la tan vitoreada telaraña mundial, hasta que un día, no soportando ya más mi exclusión de la porción de la humanidad acorde con el nuevo milenio, tomé la firme decisión de lanzarme al vacío. Quise escoger para hacerlo una fecha especial, con una cierta armonía en sus cifras; encontré varias que parecían satisfacer esa condición, y finalmente me incliné por la que encontré más hermosa: el veinte de octubre de 2010.
Premunido del manual “Consejos para navegar en toda seguridad” al que me aferraba como a un salvavidas, y después de haberme asegurado de estar utilizando el mejor de los navegadores, me senté frente a la pantalla y cerrando los ojos hundí mi cabeza en ella...
Por un momento me sentí completamente desorientado, sin saber en que clase de espacio me encontraba, y comenzó a invadirme una sensación de pánico, aunque logré dominarla y actuar tal como me lo había propuesto y repetido cientos de veces: dejarme guiar por mi razón, y sólo por ella.
Expulsa el aire de tus pulmones poco a poco y continúa respirando con calma, fue su primer mandato; obedecí, y sólo después de haber recobrado la serenidad osé abrir los ojos: me parecía estar flotando en una especie de gelatina opaca y transparente en la que se desplazaban una cantidad de bultos informes a diferentes velocidades, lo que me impelió a buscar algún indicio en el manual, pero al ver que ya no estaba entre mis manos me sentí desfallecer.
Nueva insinuación de pánico y nueva toma de control por parte de mi razón, que me conminó a calmar mi respiración y tratar de ubicar puntos de referencia espaciales. Poco a poco mi vista fue habituándose a la atmósfera y entonces empecé a vislumbrar un trazado de avenidas que se cruzaban, bifurcaban y partían en todas direcciones, era por ellas que transitaban esos bultos que, ahora me daba cuenta, tenían una forma alargada similar a la de un cuerpo humano; se trataba sin duda, de otros navegadores que surfeaban en la tela. Decidido a llevar a cabo hasta el final mi primera experiencia de navegación, me puse en movimiento sin mayor dificultad y me dirigí hacia una avenida con poco tráfico y ¡oh maravilla!, a medida que avanzaba se iban precisando ante mi vista diferentes espacios de diversas formas y colores, y con ofertas de todo tipo: el primero anunciaba 'Galería de video', otro 'Bienestar animal', más adelante 'Enciclopedia libre', 'Locaciones de veraneo', 'Carnicería la Preferida', 'Inglés fácil', 'Mil y una recetas de cocina', 'Aprender a dibujar', 'Interpueblos', 'Asociación psicoanalítica', 'Arte y libros antiguos'... ahí me paré en seco, no sólo porque ya me estaba mareando, sino más bien incitado por mi interés por los libros antiguos.
Agradablemente sorprendido, decidí entrar y me interné por la galería de arte, cuya escasez de visitantes virtuales me sedujo. Empecé por la galería de obras del barroco, salté al museo de estatuillas precolombinas, luego a las obras del renacimiento, a los pintores surrealistas... fue ahí que me quedé clavado ante “El beso”, del pintor belga René Magritte, que representaba a un hombre y una mujer unidos en un beso imposible, sutil y eterno: sus labios no podían tocarse, sus ojos mirarse, sus narices olerse, ni sus pieles rozarse... ¡dos velos blancos cubrían ambas cabezas! Me sentí como ellos, metido en ese laberinto monstruoso sin poder ver ni tocar a los demás visitantes.
Tras la pareja se abría una ventana sobre un cielo de nubes oscuras que se movían lentamente como presagiando una tormenta. Sin proponérmelo, fijé mi vista en ellas y de pronto me encontré aspirado y atrapado en un torbellino que me transportó lejos. Al abrir los ojos, me encontré en medio de un espacio celeste y claro en el que flotaban una infinidad de puntos que al acercarse revelaban su verdadera naturaleza: era una multitud de letras, signos, cifras, que se acercaban y alejaban en una especie de danza cósmica, hasta formar silabas, luego palabras, que a su vez se iban condensando en textos cortos que tomaban la forma de poemas, cuentos, haikus... Encantado, me puse a leer uno, después otro y otro más. Era el lugar que me convenía, y sin pensarlo dos veces, me inscribí como miembro de la comunidad. Para entrar de lleno en ella, quise escribir algo, tal vez un cuento, y me puse a pensar en el árbol que hacía pocos días habían cortado en el parque frente a mi ventana, y entonces pude ver como mis pensamientos iban tomando forma y se condensaban en palabras, frases, párrafos. Una vez el relato terminado, me senté a leerlo, y al levantar la cabeza vi una minúscula estrella amarilla que parecía chisporrotear frente a mi; quise tocarla y ¡oh, sorpresa!, me encontré con el mensaje de bienvenida de otro miembro de la comunidad literaria.
Han pasado ya varios años, de los primeros amigos sólo quedan algunos pocos, fieles como yo a la Página azul que tan bien supo acogerme. Ahora, cada vez que introduzco mi cabeza en la pantalla, trato de no pensar en la inquietante telaraña que parece aumentar y desplegarse sin fin.
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