Pero, el cura continuó hablando en sueños y el pérfido sacristán, grabadora en ristre, registrando cada palabra, para después conseguir sustanciosas ganancias. En rigor, el truhán ya había acumulado casi una fortuna, producto de sus chantajes, sin que nadie sospechara de él, pues tomaba muchas precauciones para que sus víctimas dejaran el dinero en tal o cual parte.
Pero todo exceso viene provisto del germen de la aniquilación. Un buen día, el cura enfermó de tan obeso que estaba y debió ser trasladado a la capital para que se pusiera en manos de un equipo multidisciplinario de médicos, dietistas y psicólogos. En su reemplazo, apareció un cura flaco y de enormes ojos de lechuza, ágil, más joven y mucho más entregado a la causa que profesaba y menos dado a los placeres culinarios. Tanto así que el contrariado Alberto, lo halagaba con diversos refrigerios, los que eran sistemáticamente rechazados por el nuevo sacerdote.
El perverso sacristán, se ocultó en la habitación del Padre Franco, tratando de investigar si los sueños de este buen hombre eran tan prolíficos y parlamentados como los de su antecesor. Pero, se enteró horrorizado que el cura dormía con sus grandísimos ojos muy abiertos y sólo roncaba de manera espantosa, tal si un aserradero se ocultara en su escuálido pecho.
Percatándose de inmediato que el filón que lo había provisto de una respetable fortuna se había agotado, pensó que era hora de gastarla en todo aquello que había anhelado por mucho tiempo. Y, se compró la casa de Jacinto Rubén, un agricultor venido a menos, que curiosamente pagó la cantidad más alta para que no se divulgara su homosexualidad, ya que en dicho pueblo, provisto de una moral muy rígida, inculcada por tanto padre aleccionador, los closets estaban cerrados a machote y siquiera entornarlos, significaba el cruel destierro del desdichado.
Con casa propia, auto y tierras, el ex tirillento Alberto se dio cuenta que ya nada tenía que hacer en la sacristía y, por lo tanto, acudió donde el cura Franco y le presentó su renuncia indeclinable. El Padre, le miró, agrandando aún más sus ojos de lechuza y le dijo que la casa de Dios no se debe abandonar nunca. El ex sacristán, sonrió, hizo un mohín, se acomodó sus vestimentas, mucho más dignas que las que usaba usualmente y se despidió con una reverencia.
Pero el radical cambio de estatus de Alberto no pasó desapercibido para nadie y no faltó la vecina astuta que sugirió que se investigara al tipo, ya que estaba segura que su fortuna tenía que haber sido mal habida. Entonces, todos comenzaron a sospechar lo mismo, aún más, cuando el almacenero Perico comentó que le había vendido una grabadora al entonces sacristán. Los cabos comenzaban a atarse y se formó una comisión con los más avezados del grupo, para que investigaran a fondo al tipo. Así se hizo, al punto de ingresar a su casa en su ausencia. Allí encontraron la evidencia que le había sido más útil a Alberto y que ahora sería su perdición: la grabadora con las palabras rotundas del Padre Manuel.
Para resumir, el truhán, descubierto in fraganti, fue rodeado por todas sus enfurecidas víctimas, quienes le propinaron una paliza de padre y señor mío. Después, fue entregado a la policía, siendo más tarde condenado a muchos años de cárcel. En lo que respecta a sus pertenencias, fueron entregadas a la Iglesia para que ésta dispusiera de los fondos.
Un poco después, el cura Franco, que en realidad era un simple impostor, huyó con el producto de la venta de todas las riquezas de Alberto y hasta hoy es buscado por la justicia. El Padre Manuel, regresó a su iglesia y fue recibido con vítores. Más delgado y más saludable, se juramentó a comer menos y, sobretodo, a dormir amordazado. Lo que cumplió al pie de la letra, para tranquilidad absoluta de todos sus prosélitos…
¿Será este el fin?
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