El Padre Manuel, rechoncho y algo calvo, similar a tantos curas de pueblo, muy clericales y a la vez tan dados a los placeres de la buena mesa, reposaba en su salita particular, luego de una opípara cena. Entrecerró sus ojos de cerdito satisfecho y muy luego comenzó a roncar. El sacristán Alberto, se asomó a su puerta y sonriendo con complacencia, intentó cerrarla para que el cura descansara sin interrupciones.
Pero, algo sucedió que llamó su atención y, adentrándose a la habitación para escuchar mejor, vio que el padre modulaba algunas palabras. El sacristán, astuto como él sólo, intentó traducir lo que expresaban esos labios regordetes, pero todo se facilitó, cuando la voz clara y penetrante del Padre Manuel pronunció lo siguiente:
“No debes engañar a tu esposo, Marita Castaña, si bien el tipo es un pobre diablo, se merece tu respeto”.
El sacristán, estando seguro de haber encontrado una riquísima veta, digna de explotar, se dirigió al escritorio del cura y se proveyó de papel y lápiz. Luego, comenzó a anotar cada palabra del santísimo hombre, sin omitir ni comas ni ronquidos. Ya sabría como sacarle partido a tales gratuitas y muy bienvenidas palabras.
Lo cierto es que el Padre Manuel soñaba a menudo y, lo que es peor, estaba tan imbuido de su labor clerical, que, mientras dormía, comenzaba a aconsejar a sus feligreses, dando a conocer sus pecadillos, y en algunos casos, sus pecadotes, incluso algunos, ameritando la acción de la justicia. Jamás se hubiera imaginado el buen hombre que un rapazuelo tan insignificante como lo era el sacristán Alberto, sería capaz de tomar nota de cada una de sus tan bien timbradas palabras.
Con los días, Alberto se sofisticó y se proveyó de una grabadora, de tal modo, que ahora guardaría la evidencia sonora de las divagaciones oníricas del Padre Manuel.
Como se dio cuenta que mientras más comía el cura, más hablaba en sueños, el sacristán lo abotagó con todo tipo de exquisiteces, del mismo modo que el campesino ceba al chancho –perdonando la comparación- para después sacarle provecho. Por lo tanto, en muy poco tiempo, el Padre Manuel era una santísima y enorme bola, que ya ni al púlpito podía encaramarse, predicando a duras penas desde su reclinatorio.
El asunto es que muy pronto comenzaron a llegarles anónimos a los supuestos pecadores, en donde se les demandaba a pagar cierta cantidad de dinero, so pena de divulgar cada una de sus horribles faltas. Por lo tanto, a la adúltera, al ladrón y al evasor de impuestos -que viene siendo lo mismo-, al mentiroso y a la malévola, además de muchos otros, cuyos pecadillos veniales eran perdonados con un simple padrenuestro, se les conminó a ponerse con dinerillo para salvar su honra y en algunos casos, su libertad.
La gente, aterrorizada ante la develación de sus pecados, acudió donde el cura para pedirle explicaciones. Y éste, absolutamente sorprendido ante esta arremetida, sólo atinó a levantar sus manos y repetirle a cada uno que el secreto de la confesión era algo inviolable y que revisaría cada confesionario para verificar que no se ocultaran cámaras ni grabadoras. Así lo hizo, precedido por esa multitud enfadada, que ya no sabía que pensar.
(Esto concluye ya)
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