Era el 15 de abril. Todavía usaba los lentes cuadrados cuando entraste con tu uniforme y me pareciste mínima: tus medias largas se extendían por debajo de una rodilla arañada por el cemento. Diciendo "lo siento" quitaste mi portafolios del asiento que estaba a mi lado, te sentaste y subiste tu pierna sobre tu muslo, soplaste lentamente en la herida y tu falda resbaló un poco. Ese día supe por qué el doble Humbert no tuvo perdón de Dios. Cuando terminaste, leiste mi placa y salió de tu boca un “Hasta mañana Raúl”. Bajaste en Hurtado y José Mascote, el viento revolviendo tus pulseras.
La siguiente semana subiste con amigas. Te sentaste junto a mí y sólo me mostraste tus hombros tersos salpicados de pecas. Tus palabras llenaban el caluroso día mientras tus manos jugueteaban con esos largos churros, desprendiendo un sabor a vainilla. Supe que te gustan los caballos y sentir la arena entre tus dedos, que ya no estabas con ese chico del viernes porque te parecía aburrido. Una de ellas te dio un consejo sobre relaciones, nunca más las volví a ver subirse contigo.
No recuerdo cuando te acercaste de nuevo, pero sé que me sentía desfallecer: tres latidos por segundo, siete gotas por minuto. Me miraste sin pestañear, tomando toda mi alma en esos ojos destellantes. Te dije que si, y nos bajamos en la siguiente calle. Tu mochila se quedó en el bus, tus moños en el cuarto 15, y tus medias me las quedé yo.
Me ignoraste las siguientes semanas, hasta que tu zapatito levantó mi basta y calentó mi piel. “Vámonos, será solo un ratito,” susurraste. “Tengo trabajo,” contesté. “Prometo no ignorarte después,” y como te vi tan suave y risueña, como una tarde de lluvia, bajé contigo.
Un flaco y lampiño joven te acompañó los dos días siguientes. Reías un poco más alto porque sabías que te escuchaba, movías las manos por todos lados para que no pudiera ignorar tu olor. Y yo, sentado donde siempre, esperando que cumplieras tu promesa y dejándome llevar por el odio, tinta negra que sofoca al corazón ingenuo, corazón idiota. Y tú, tan hermosa y despreocupada, jugando con tu soldado de carne y hueso como si fuera de hojalata. Decidí bajarme antes de cometer una locura y prometí no subir de nuevo hasta haberme purgado de ti.
Aprendí una nueva ruta para no toparme contigo y aunque a veces lograba ver tu tobillo subiendo a lo lejos, me mantenía a una distancia considerable, para que tus rizos no me atrapen. Llegué tarde al trabajo semanas seguidas, me despidieron. Invertí mi dinero en apuestas, pero tu falda nublaba mi juicio, y no gané nunca. Verte me alteraba, no verte me mataba.
Rendido, me senté a tu lado de nuevo. “¿Por qué tan desaparecido?”, “estaba ocupado,” contesté. “¿Lograste olvidarme?”…el silencio te dijo que no. “Vámonos,” me levanté y obedecí. Mi bolsillo rotó me había enseñado que era mejor estar contigo que sin ti.
Sentado a tu lado y obedeciendo, mayo, junio, julio…. Cuatro meses así.
Dejo caer mi libro por el sueño. El asiento a mi lado está vacío. Nabokov me sonríe cuando lo recojo y le doy unas palmaditas, elevando tierra de sus últimas páginas.
Qué pena que ese 15 de abril no te hayas sentado a mi lado ni te hayas raspado la rodilla, ni hayas elevado tu pierna sobre tu muslo, sino que, agarrada de la mano de tu mami, cogiste un taxi, llevándote tus ojos destellantes en él. |