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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La vampira de Sta Rita: Tesoro en el desván

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Julia yacía en su sofá, pálida y dócil como un bebé, mientras Lucas le sostenía una mano y la tranquilizaba con pequeños golpecitos. Quería saber qué había sucedido, se preguntaba por qué estaba en su casa ese hombre bronceado y canoso de ojos acusadores. Lucas inventó que iba a visitarla cuando la vio bajar de un auto con un tipo dudoso, y parecía borracha, así que los siguió arriba y llegó justo para salvarla.
–¿Viniste a visitarme?
Por suerte se había quedado prendada con su muestra de interés. Lucas se sorprendió de que pasara por alto lo que sucedió después, de lo que eran pruebas el vidrio y los pedazos del sapo de cerámica verde. Julia se sentía avergonzada de sí misma, ¿cómo había salido con alguien que recién conocía, que había visto por casualidad de mañana? Era atractivo, olía bien y tenía una voz agradable, pero prefería no pensar en lo que había hecho.
Vignac le preguntó si no había tomado algo en un bar. Ella recordaba vagamente haber entrado a un pub.
–Entonces la debe de haber drogado –replicó él, y Lucas se asombró de la facilidad con que fabricaba una historia para la joven, que parecía aceptar todo–. Ve que suerte tuvo que el doctor Massei pasara por aquí. ¿Había visto a ese muchacho antes?
–No... –Julia se sonrojó y por primera vez reaccionó asustada–. No recuerdo ni su nombre –dirigiéndose a Vignac, quien parecía estar a cargo, exclamó–. ¿Qué debo hacer? Supongo que hacer la denuncia...
Él la tranquilizó mencionando a Gómez, un policía amigo que se encargaría de todo.
–Dr. Massei –lo llevó aparte mientras Julia descansaba en su dormitorio–, creo que debe dejarla en casa de sus tías mientras averiguamos dónde se esconden estos malditos. Ahora, tengo que contactarme con el Sr. Fernández. Prometimos colaborar en esto.
Lucas dudó. No le gustaban los métodos de Vignac, aunque comenzara a creer que tenía razón. Su atacante se había hecho limar los dientes, obviamente tenía la intención de morder y matar. Sobrenatural o psicópata, era un vampiro. Encima, su fuerza y agilidad eran descomunales. Leyendo con acierto su preocupación, Vignac agregó para convencerlo:
–¿No se da cuenta? No soy su enemigo. Lamento haber usado tantas bajezas con Ud... para capturarla a ella. De quien debería temer en realidad es de Fernández, y su familia.
–¿Qué quiere decir? Silvia dijo que venía a vengarse porque su abuelo se fundió... ¿pero yo que tengo que ver?
–Mm... Ud. no sabe nada de sus propios antepasados ¿verdad? –comentó Vignac mientras salía, y le repitió–. La mansión es un lugar protegido, mándela para allá.
Aunque le hizo caso, y Julia no iba a rechazar su invitación, Lucas tenía que saber más. Apenas llegó a la casona, poseído por una intuición subió las escaleras, sintiendo un extraño déja vu al preguntarse: por qué había subido al ático. Encendió la lamparita del techo y abrió uno tras otro los baúles y cajas que su familia había atesorado por generaciones, que nunca había tenido curiosidad de revisar, desde pequeño, cuando los estudiaba con reverencia y sin entender, sólo porque pertenecían a su papá.
Sacó un tomo encuadernado en cuero y dejó correr las hojas entre sus dedos; parecía un tratado antiguo de cirugía. Pasó a otro baúl y tomó un cuaderno, con una mezcla de temor y veneración como si en lugar de un diario viejo fueran las reliquias de su padre. Entre las primeras páginas amarillentas, había grabada una cruz, y recordó que según su tía, Marcos Massei había sido un hombre devoto y piadoso. Lucas dudó en comenzar a leer aquella mano apretada y fina, que eran los pensamientos íntimos de alguien casi extraño al hijo convertido en hombre, tantos años después de ese día en que llegó el camión cargado con sus pertenencias y las mandaron al desván.
Al fin iba a leer: lo abrió por el medio y buceó entre las líneas. Recién entonces se dio cuenta de que se había caído un papel, tan fino y gastado que parecía a punto de desaparecer entre sus dedos. Poniéndolo bajo la lámpara, notó que la tinta se había diluido con el tiempo pero se podía ver un trozo de sello en un borde y unas palabras de despedida, una rúbrica. Una antigua carta, un recuerdo de Italia tal vez, firmada por un tal Hompesch y dirigida a algún antiguo Massei, ¿debía entender algo?
Lina reconoció al intruso apenas entró al Venus, por su chaquetón beige con el cuello alto. Iba solo. Ella estaba sentada en un reservado, recién había partido uno de sus amigos ocasionales. Se movió apenas, de forma que el foco violeta encima de su cabeza no le iluminara el rostro, y observó al hombre alto moverse con elasticidad, cruzando la pista. Un muchacho lo esperaba en la barra, nervioso, y el recién llegado lo confrontó. Parecía estar interrogándolo. Lina se levantó y caminó sin apuro, deteniéndose a saludar a unos cuantos, pero sin perder de vista la barra de acero brillante. Sin embargo, cuando llegó hasta abajo y se dirigió al barman, no estaban por ningún lado.
–A veces viene, pero no sé su nombre. ¿Quieres conocerlo? –el barman habló mientras servía una copa, sin levantar la voz en medio de la música atronadora, como si supiera que ella podía escucharlo igual–. Parece un tipo influyente, hasta esos le temen...
Lina sabía que al arquear la ceja había señalado a un grupo de jóvenes de negro, pálidos, escuálidos, que siempre andaban juntos, abrazados, tocándose sin vergüenza y mirando por encima del hombro con ojos punzantes.
Alguien le había tocado el brazo para llamar su atención. Después de un momento recordó al rubio que había visto con Vignac, y se soltó de un sacudón. Helio había tomado el margarita que le estaba preparando el barman y saboreó la sal en los labios, mirándola con ojos risueños por encima de la copa:
–Vignac me ha contado todo sobre tus personalidades, Rina, Carolina, Niobe... –comenzó él aunque ella no le había hecho ninguna invitación para hablar, más preocupada por el alto misterioso que por el primo de Silvia–. Y sobre tus fantásticas cualidades... que me encantaría probar –Lina le clavó una mirada glacial y él agregó–. Me refiero a tu canto y tu hechizo en el escenario, en cuanto a tus habilidades en la cama, no soy tan atrevido como para considerarme merecedor.
Aunque Lina fuera engañada, el extraño no se había salido con la suya y Vignac, al acecho junto a un portón oscuro, lo siguió en cuanto salió del bar acompañado de su empleado. Como no había mucho tráfico y nadie caminando por la calle a esa hora de la madrugada, no quiso seguirlo de cerca y dejó que se adelantara un par de cuadras. Tenía la certeza de que, sintiéndose impunes, no habían cambiado de hotel.
–¿Qué quieres, entonces? –replicó Lina, una vez Helio le explicó su origen y el motivo por el que ayudaba a Vignac–. No me interesa su asunto con el doctor... Que se defienda solo, si puede. En cuanto al cazador...
–Que me está llamando, precisamente –interrumpió el español, tomando el celular que brillaba y sonaba alegremente–. ¿No me digas? ¿Ya lo tienes?
Observó que había captado la curiosidad de la mujer. Un sexto sentido le decía lo que sucedía y tenía tanto interés que lo traicionó en su mirada.
Obviando al negligente conserje, que dormitaba en la penumbra en un silloncito tras el pequeño televisor del mostrador, Vignac miró el registro y subió corriendo la escalera, hacia el segundo piso. Por el número, se trataba del cuarto al final del pasillo. A pesar de la adrenalina, sintió una opresión en el pecho al acercarse a la puerta, porque en ese espacio estrecho el vampiro no podía escapar, no tenían más remedio que enfrentarse. De su cinturón tomó la pistola y se aseguró de apuntar antes de intentar abrir.
Un cuerpo en el piso. Sus ojos barrieron la habitación expuesta ante él, pero tardó unos momentos en darse cuenta que el zumbido que escuchaba era su propio pulso golpéandole los oídos y que no había nadie más. La cortina volaba merced a la brisa de la ventana abierta.
–¿Qué hacía metiéndose en este tugurio a esta hora de la noche, siguiendo a un sospechoso? –refunfuñó Gómez, mientras dos agentes de azul rondaban el cadáver, más por desconcierto que tratando de sacar pistas. El bigote negro y la expresión del policía delataban su profesión aunque vistiera de civil.
–Parece que salió por aquí –repuso Vignac tras una pausa, sin perturbarse, señalando la ventana.
–Pero ¿de quién habla? Se supone que es un suicidio –replicó Gómez con un gesto de fastidio.
La nota de confesión cerca del cuerpo con las venas abiertas, cerraba el caso del hotel y hasta podrían culparlo por la joven del día anterior. No querían enterarse de la historia del profesor Montague, quien había visto al muerto junto con el supuesto atacante de la Lic. Stabiro poco antes de encontrarlo en un charco de sangre.
–Si el otro tipo lo mató, aparentando un suicidio –comentó Gómez, una vez salieron sus policías–. ¿Para qué? ¿Y qué cree que va a hacer ahora?
Se le habría acabado su utilidad, y tal vez para desalentarlos o para reírse en su cara, ese monstruo había asesinado al ayudante. Ni siquiera se había servido de su sangre, ya que lo despreciaba, y tenía que ir a acabar con otro asunto pendiente.

Texto agregado el 23-09-2009, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
23-09-2009 Creo que, como cuento, se halla demasiado cargado de detalles y nombres que distraen al lector y lo apartan de la historia. No hallo en el texto la brevedad y precisión que un cuento exige como género y sí un cúmulo de menciones a personajes que surgen de improviso y desaparecen sin más, sin aportar una presencia necesaria en el relato. También la trama se muestra abigarrada de situaciones álgidas que resultan abrumadoras u sin solución de continuidad. Tal vez un poco de trabajo en tal sentido aporte la claridad que ahora falta y que la historia, bien elaborada al parecer, pueda lucir adecuadamente. Salú. leobrizuela
 
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