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ESAS BLANCAS PALOMAS MENSAJERAS



De chica me enseñaron el valor de la correspondencia escrita. Conocí el caudal de emoción que se desprendía de las manos de mis padres cuando llegaba una carta con todo lo que ella traía. Cosa de inmigrantes dirás vos. Lo cierto es que aprendí que el amor, con lo que lleva implícito de felicidad y dolor, también puede vivenciarse a la distancia, sin el calor de un abrazo, o el sonido del latir, cuando no existe otra posibilidad. De allí su enorme poder.

El tiempo que una carta tardaba en llegar desde o hacia Europa era de aproximadamente treinta días según cómo la hubiesen enviado: por barco o por avión, simple o expreso y, cuanto hubiesen gastado en ello. Por lo tanto las noticias se esperaban interminables semanas y las realidades podían modificarse entre un ida y vuelta VIA AEREA a sobre cerrado.

Llegaban cartas con noticias importantes, casamientos, nacimientos, muertes y de las otras, las cotidianas, de esas que refuerzan los afectos de los que tuvieron que separarse por esas cosas del destino. También el ritmo de la correspondencia anticipaba una noticia. Si algún familiar o amigo enfermaba y su contestación tardaba en llegar, generaba un silencio angustiante que predecía el desenlace fatal que rara vez fallaba.

Un punto aparte merecen los telegramas que llegaban esporadicamente trayendo en sus escuetas lineas novedades más que importantes. Los que más me gustaban eran los de lujo para las bodas. Su papel era más delicado, escrito con tintas doradas y palabras especialmente elegidas para la ocasión. Esa paquetería era el mejor modo de estar presente como vestido de gala para la fiesta.

Mis parientes polacos solían adornar las hojas blancas con guardas de flores secas que conservaban sus colores o con figuras de papeles brillantes recortadas cuidadosamente con detalles folclóricos.

Un momento de gloria familiar sucedía cuando llegaban fotos apretaditas y prolijamente guardadas entre la carta y el sobre. Primero fueron en blanco y negro, luego en colores. En ellas se observaba con detenimiento que bien se lo veía a tal o cual, cuanto habían crecido los sobrinos o los nietos y también se adivinaba un dejo de tristeza en alguna sonrisa impresa.

Las familias italianas tenían por costumbre fotografiar a sus muertos y enviar fotos del velatorio. En una oportunidad recuerdo haber presenciado a un fotógrafo subirse sobre una silla cercana al ataúd para lograr el mejor ángulo del difunto arreglado para la ocasión. A pesar de mis escasos años esa situación me pareció, por decirlo con delicadeza, de una morbosidad innecesaria.

Aprendí que los sobres se deben abrir con cuidado por el borde más lejano a las estampillas, las cuales tenían un tratamiento especialísimo. Aquellas pequeñas obras de arte tenían un valor inapreciable porque pasarían a formar parte de la
colección filatélica de papá. Éste era el procedimiento que nos ocupaba largas horas del domingo: Luego de recortarlas las poníamos en remojo por un par de horas para despegar restos de sobre; las colocábamos sobre un lienzo y una vez secas las observábamos detalladamente para pegarlas según el país de procedencia, año de emisión y serie a la que correspondía, sobre hojas cuadriculadas, adosándole en el centro de su cara posterior un papel adhesivo doblado por la mitad con el que quedaban prolijamente pegadas. Demás está contarte el embelezo que me provocaban. Eran bellísimas. Las había folclóricas, florales, deportivas, de animales y plantas, de reyes y personalidades destacadas. Todas inevitablemente debían conservar el sello del correo sino perdían, para mi injustamente, todo su valor.

Era importante tener buena caligrafía para que el escrito fuese entendible en su totalidad. Recuerdo largas tardes en mis primeros años escolares adiestrando mi mano derecha para lograr un trazo redondo sobre papel cuadriculado, tinta y plumas con distintas puntas. Hoy reconozco que tenía su razón de ser el esfuerzo. Era lo que debía hacerse para mejorar, hasta comenzar a sentir placer por los logros más allá de que los dedos quedasen manchados de azul entre tantas consonantes eslavas y vocales latinas que me acompañaron para siempre.

Guardo en mi cofre de recuerdos una carta escrita por mi padre a su madre desde la trinchera durante la Segunda Guerra Mundial con fecha 4/IX/44. En pocas palabras que logro leer le pide que se quede tranquila, que estaba bien...
Cuando él enfermó y su mano derecha dejó de pintar, de dibujar, de escibir y se transformó en una garra rígida y fría, yo escribía en su nombre las cartas a Polonia, llenas de errores ortográficos pero cargadas de un amor inmenso e incondicional como el que sigo sintiendo al evocar esta tarde.



Texto agregado el 22-09-2009, y leído por 671 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
29-08-2012 Nostalgia por esas cartas de antaño me regaló esta historia tan bien escrita. remos
04-10-2009 Un texto hermoso para nuestras almas te mando miles de estrellas********************************************* peregrino10
04-10-2009 Cuanta belleza hay en los recuerdos, cuánta vida, cuanta emoción! La vida, dicen con razón, no es lo que nos pasó, sino lo que recordamos. Me encantó leerte. zepol
02-10-2009 me has tocado el corazón, con este texto, lleno de un amor que no tiene tiempo ni espacio DIVINALUNA
02-10-2009 Nos has escrito una carta, pulsada con la tecnología pero que lleva el mismo sentimiento que le peusiste cuando eras una niña.. claridad, sencillez y amor... un beso y un abrazo sendero
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