No recuerdo muy bien en éste momento cuál fue el primer libro que supe apreciar y leer detenidamente, sin embargo eso, en estos momentos no importa. Lo que sí intentaré recordar (intentaré) es la forma, o más bien la posición en que tomé dicho libro, el lugar o las imágenes que acompañaron tan legendaria y olvidada lectura, cuestión traicionada en estos momentos por mi memoria y apenas rescatables con un par de rituales incólumes al tiempo.
Después de tanto pensar y tan poco vivir, he llegado a algunas conclusiones, efecto de observaciones y la resaca de noches intransitables por la ciudad de laberintos. He visto que existe mucha gente, y entre esta mucha gente, existe la gente que lee por costumbre antes de dormir, acurrucados del mundo exterior y encerrados en cuatro paredes, revierten la posición de las sábanas, colocan el despertador y recordando a Cortazar empiezan a darle cuerda a dicho reloj, acto seguido reposan el cuerpo y el espíritu sobre el colchón perfumado de noches de coito y lágrimas, flexionan reversa y lentamente su brazo izquierdo (o derecho) hacia la mesa de dormir situada en el lado derecho (o izquierdo) de su habitación hasta tomar tan preciado objeto, colocan el mazo de hojas impresas sobre su pecho, sintiendo la respiración del ser y despejando lentamente los avatares del tiempo recién vivido en ese día; retiran aquel separador de libros que en algún lugar de la oficina encontraron, o en su defecto desdoblan la esquina superior, que como costumbre remarcada vienen ejecutando noche tras noche, desde que el recuerdo transita por la vía subconsciente de los años mozos.
Por otra parte, vale la pena recalcar esta nimiedad; existe mucha gente que lee con el tiempo descalzo, sin fecha, hora ni lugar específico, mas sin embargo terminan convirtiendo esa falta de costumbre (entiéndase placer de esquirla) en una costumbre muy remarcada y pasajera de por vida en sus existencias. Pueden leer con el movimiento del autobús o con la pasividad solitaria de la noche, habilidad evolutiva que la situación centrípeta de la rutina ha exigido. Estos seres, a diferencia de los primeros mencionados, pueden distinguírseles por las marcas blancas que poseen sus (los) libros en el perímetro de las portadas, manchas de café sobre la página número veinticinco y ciento cincuenta y uno, muchas veces se extienden a la trescientos setenta y tres, esto dependiendo de la magnitud del libro. Pueden tener números de teléfono olvidados en algún lugar de una calle, direcciones de gente inexistente o galguerías inspiradas por parques centrales. Mientras que los primeros, lucen vanidosos adentro de fornituras de cedro, o descansan junto a la par de pastillas blancas, libros de texto de alguna universidad o reportes gerenciales exigidos por la oferta y la demanda del mundo irreal.
Por otra parte, los hay aquellos que son al mismo tiempo inmutables y circunstanciales, este tipo de personas poseen libros en todas partes y en ninguna a la vez; generalmente son como ratones que llevan toda clase de males a la madriguera, arrebatando libros de bibliotecas, invitaciones de bodas y casas de las suegras. Poseen ejemplares tanto en la cabecera de la cama como en la tapa del sanitario. Dedican horas enteras a hacer sus necesidades fisiológicas, espirituales e intelectuales –dependiendo del tipo de lectura- en ese pequeño cuarto de limpieza. Los puede encontrar también en medio del vacío, (en una hamaca) leyendo a Proust, Márquez, Joyce o una revista Selecciones del año 1963, también los puede observar bajo la sombra de un árbol de almendro, sentados con las extremidades flexionadas apuntando hacia el norte y el sur, absorbiendo lecturas paupérrimas impresas en papel comido por polillas, estos libros que éste tipo de personas poseen son viajeros por naturaleza, hijos del mundo que cabizbajos y con la ignominia característica de la filosofía y literatura, transitan de un lugar a otro, convirtiéndose alguna vez en tema central de una conversación, acompañados de humo de cigarro y vino tinto.
Muchos acompañan sus lecturas con palabras al viento, los hay quienes leen acompañados, y hay otros que, en saudade armoniosa con la imaginación y la molestia de un cuerpo ajeno prefieren quedarse hasta media noche, esperando a que el (o la) acompañante del sueño les pida que apaguen la lámpara del desvelo. Es posible leer con alguna cerveza en algún café del centro, también puede leerse a la orilla de la vía del tren, fumando el humo de la misericordia envuelto en papel blanco.
Posiblemente éste recorrido que he hecho no me identifique con mi identidad, tampoco con mi imaginación o con mis costumbres, sin embargo estoy convencido que soy costumbrista e iconoclasta a la vez, anclado a la esperanza de encontrar el tiempo perdido en algún lugar, posiblemente en la cama, en una biblioteca, en un autobús, o en un café. La inseguridad es lo único seguro en este momento, vivir viviendo y morir muriendo, leer leyendo y recordar...
A propósito, no acudió a mi memoria el primer libro ni la primera posición, no importa; otro día será.
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