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De noche. Sí, debía ser bien entrada la noche. En el comedor de la casa, se apretaban hombres, niños y mujeres. Los hombres unos contra otros, para intentar acercar sus oídos a la vieja radio de galena. Todo el recinto repleto, algunos sentados sobre la amplia mesa del comedor, una oscura mesa de vetusta madera, sin llegar a reprimir sus llantos más temerosos que tristes.
La sirena, mientras seguía sonando remozaba el aire, con un ulular interminable. Me llevaron a fuera para bajar el desnivel de tierra, hacia el refugio, por la llamada floristería, una huerta plantada de flores, situada detrás de nuestra casa. Había flores delante y detrás y muy cerca de ella, el cementerio.
Como de costumbres yo había dormido vestido. El jersey de cuello alto me seguía produciendo el molesto e insoportable picor de siempre. En tanto que las sombras de esta nueva trágica noche, saltaban arriba y abajo, en el pasillo del jardín, lucían las linternas, como lo seguían haciendo las pequeñas luciérnagas. Un viento repentino me produce un raro escalofrío, acerca y aleja el lento e intenso gemido de las sirenas, lo rompe para que retorne nuevamente, en un segundo; más fuerte, más hiriente. Sigue la lluvia, una lluvia que no ha cesado de caer durante todo el día, y que sigue persistente esta trágica noche.
La blanda tierra del extremoso desnivel que nos permite el descenso, se desmorona, como casi siempre. Las mujeres se deslizan sentadas de frente. Los viejos delantales, al resbalar por la vertical, se impregnan de la humedad del barro. Algo más tarde, la escasa luz de las bombillas del estrecho refugio, descubrirá las ocres manchas de costumbre.
Una pareja de hombres tratan de sostener una vieja silla de madera, suspendida por dos débiles cuerdas de rugoso esparto. Sentada sobre aquella una abuela caerá a oscuras hacia delante para golpear pesadamente los nervudos brazos de sus portadores que la esperan más al fondo. Suena estentórea una voz ¡ me cago en Dios!. Al oír el exabrupto, un niño llora desesperadamente.
Llegamos unos pocos a la puerta metálica del estrecho refugio, cuando detrás se precipitan todos. Mientras me depositan en el suelo, una zarza me roza la mejilla izquierda. Lloramos otro y yo. Al sonoro llanto de los más niños se ha unido el lamento desgarrado de una joven mujer que a perdido a su marido. Ha sido un estallido pero nosotros que somos niños, no llegamos a entenderlo..
La escalera del refugio es muy empinada, casi vertical. Unas bombillas cuelgan de la húmeda pared. Entre sombras y más sombras, el color amarillo de su tenue luz ilumina las caras levemente. Para llegar allí habíamos salido los primeros, pero el refugio aparecía lleno. De pronto, casi sin tiempo para cerrar la puerta, retumba todo parece que la tierra se está abriendo, pero no ocurre nada, se restaura el silencio...
Los ojos se me cierran bajo la pesada manta con la que estoy cubierto y sin poder evitarlo, observo y tengo tiempo de ver como de mano en mano, trasiegan un vaso de leche. Casi inmediatamente, luego de llegar a los últimos escalones, de frente a mis adormilados ojos, el vaso vuelve a pasar por delante de mí. La leche está caliente, si bien su destinatario la ha rechazado. La leche estaba caliente. .
Después de un largo tiempo, volvimos de nuevo a la superficie para pisotear aquel variado campo de flores. Amanecía mientras la casona cerca de la higuera y el ciruelo, seguían envueltas en sombras. Más antes de encaramarnos por el terraplén, sonaron nuevamente las sirenas. Sorprendidos, los mayores recularon arrastrando con ellos a los más chicos. Una mujer lloró, y otras cercanas a ella, como habían hecho los hombres, blasfemaron contra Dios, mientras a su alrededor también se pudo oír un esperanzador ¡Dios mío! ¡Dios mío!. Luego de una larga espera, retornamos al coloreado jardín. Los niños seguíamos sin entender nada o casi nada. Otra vez a la cueva, si bien poco más tarde, el sueño pudo más.
El tiempo fue pasando quizás durante un año, en la calle hacía mucho calor, seguramente ya era primavera o verano. Cuatro o cinco vecinos del grupo de los mayores jugaban a fútbol con una rara pelota, con la cual nos prohibieron jugar a los más pequeños, porque la pelota era de hierro. Al día siguiente nos repitieron que, si encontrábamos otra pelota como aquella, no debíamos jugar porque podía explotar y que a los mayores les había explosionado. Que a los jugadores les había cortado a uno una pierna, a otro un brazo y a un tercero, le arrancó un ojo. Esas raras pelotas los mayores, las llamaban piñas.
Una mañana, dos enanos, estábamos en la calle desierta. Retronó la tierra, apareció una formación que ocupaba los cuatro kilómetros de longitud de la alta pared del cementerio ante la floristería para cubrir toda la anchura del recorrido. Desde la esquina sacamos la cabeza al tiempo que el estruendo de una formación militar, un estruendo rodeado de una nube de polvo entre un sol irrefragable, nos permitió ver a miles de soldados, unos con cadenas en las manos, otros con cadenas en los pies. Los vigilantes seguían situados en los laterales a derecha e izquierda de la interminable columna. Un prisionero sin cadenas, cruzó ante nosotros al llegar a la esquina, a cien metros se dio contra el cristal de una puerta cerrada, para entrar en mí jardín, cuya puerta permanecía siempre abierta. Corrimos hasta allí, el corazón le salía por la boca, ¿ han terminado de pasar, preguntó? ? Mientras, sus llorosos ojos de imprecisa mirada se clavaban provocando un sentimiento de terror en mis jóvenes pupilas, inició una acelerada huida para desaparecer en el desierto nuevo camino.
Una tarde desde la calle asfaltada que era perpendicular a la nuestra de tierra, llegaron galopando diez jinetes, obligándonos a terminar el juego. Se apearon sudorosos y luego de desprenderse de las capas marrones de rojo forro, sujetaron a los animales a dos rejas de hierro de una bajas ventanas; mostraron sus penes para orinar con necesidad imperiosa y ansiosa fruición.. Los diez caballos alazanes hicieron lo mismo en un acto incontenible forzándonos a huir del río de olientes orines. Hablaron sin que pudiéramos entender nada de nada. Sin mirarnos montaron sus briosos corceles. Sin tiempo para reponernos de la sorpresa, abandonados a un extraño temor, contemplamos su galope mientras el metálico retumbar de cascos sobre el duro asfalto, nos acompañó hasta sentir la cercana penumbra de la calurosa tarde. El gesto de alacridad del jefe, al cimbrear un sable, se nos quedó gravado en el memoria. Mucho más tarde supimos que eran moros y todo sucedía en al año l939. que regresaban de Lérida, de la Rioja o de Almazán en Zaragoza. A saber.. del Ebro seguramente...
Trascurridos unos días descubrimos un arsenal de armas oculto en una estrecha cueva anegada en todo la boca de su entrada, por una gran filtración de agua que dificultaba todo intento de cruzar hacia las sombras interiores hasta la oscuridad que ennegrecía el fondo. Por fin Juanito y yo fuimos capaces de penetrar hasta llegar con la altura suficiente para evitar el nivel del agua. Antoniet procedente de Huesca y otros dos permanecieron fuera, silenciosos, estáticos. Luego de introducir unas largas cañas, nos mojamos hasta el pecho, cuando descubrimos un arsenal de armas empacadas en cajas de madera, las cuales contenían balas de fusil tan relucientes como nuevas..
Cerca del cercano ladrillar, protegidos tras los montones de arena cribada, depositamos peines de balas y balas sueltas, cubiertas de hojas secas procedentes de los plátanos de la no lejana carretera, dispuestos a esperar el horrendo silbido de su veloz crepitar. La gran explosión, las voces alarmadas de los vecinos situadas a un escaso kilómetro, nos obligaron a huir hacia en puente Del Dragón hacia aquella meta casi diaria, hacia aquella meta de nuestras carreras en patinete de ruedas de brillantes cojinetes. ¡Caguen Dios! pudimos volver a oír en medio de la general confusión; unos balines rompieron sonoramente los cristales de cinco ventanas.
Mucho más tarde regresamos al lugar de la supuesta batalla. Nos dimos de cara con una compañía de armas pesadas, cañones morteros, fusiles, ametralladoras, ya descargadas del lomo de una treintena de mulas. Poco tiempo después supimos que, una de nuestras balas, había abatido una acémila. El pobre animal yacía a un lado de la cuneta. Así nos fue posible contemplar sin desearlo, como aquellos andrajosos soldados, descuartizaban con aparente facilidad, el encanijado cuerpo de aquella pobre bestia para asarlo El ambiente festivo propició la fiesta. Los soldados reían, los mandos reían, los chiquillos reíamos, y así, en ese momento extraordinario e impreciso tuvieron a bien invitarnos a comer unas chuletas.! Parece como si vinieran del frente como nosotros ¡ aventuró un soldado calvo, corpulento y zafio! Estaba en lo cierto, todos nosotros, habíamos también sufrido nuestro frente, padecido nuestra guerra. También nosotros teníamos nuestros muertos. Nos preguntamos, como no habíamos sido capaces de descubrir, ni tan solo sentir a la cantidad de soldados y animales, escondidos entre tantas frondosas y altas cepas?
Han transcurrido dos años, he cumplido siete y asisto a una escuela en donde leo en un libro al que llaman el Catón No es propiamente una escuela, pero una viejecita vestida de negro, nos educa. El libro ya no puede cerrarse por que el lápiz de la maestra que se desliza sobre las letras impresas cuando no hace leer uno a uno, ha ondulado todas las páginas. Aunque sabe mucho, el libro, se le está quedando como un acordeón. La llamaban Doña Concha.

Ya casi he aprendido a leer aunque todavía me cuesta. Ella dice que es cuestión de tiempo, que no importa la edad, que otros con más edad que yo no han aprendido aún, que todo llegará, incluso la carrera. Eso no sé qué es, pero no me atrevo a preguntar por que detrás de mí, esperan otros para seguir leyendo. Hemos salido al patio, qué digo, todo es un solar desierto, sin flores y sin bancos. Mientras los chiquillos nos perseguimos unos a otros, el frío nos hace llorar.
La sobrina de doña Concha me quería no tengo ninguna duda, me buscaba para jugar, me besaba en las mejillas, trataba de alegrar mi vida con dulces caricias. No obstante, yo te quería a ti, seguía queriéndote a pesar de los años de ausencia. Tu inexplicable ausencia hermana, la dolorosa ausencia que tanto me dolía. Que me siguió doliendo por demasiados años, durante los cuales retuve dos únicos recuerdos. Te veo apedreando a un grupo de niños mayores. Menuda, morena, valiente y vivaracha, me defendiste de ellos hasta conseguir hacerles huir: a pedradas.
Hoy, como podía haber sido cualquier otro día, he recuperado parte de mi conciencia mi conciencia infantil, la nebulosa perdida de una infancia torneada entre hierros, tan hirientes de miedo, como fue tristemente nuestra separación, la tuya y la mía, la tuya y la de tus hermanos. Me ha sorprendido esta vivencia. Se me antoja, sin embargo, que se produce en el momento justo, casi al final del recorrido, ese transcurrir del tiempo ya casi olvidado que origina la perspectiva de los años pasados, pletóricos, dolorosos, de mi borrosa e infantil memoria.
La realidad, aquella realidad de nebulosa, acaba por imponerse en nuestras vidas, diré que a martillazos, bien que al cesar el estruendo en algún momento, duelen más los golpes menos intensos, que aquellos que sentimos salvajemente fuertes. Tú lo sabes. Sabes que no aprendí a leer hasta los ocho años. Con el preparatorio a los nueve años, pase a los diez el examen de ingreso en el instituto Jaime Balmes.
Jesús nuestro hermano mayor, con dieciocho años, fue por un largo tiempo, el único corresponsal de guerra, El te escribió a Granada, como lo hizo también a Madrid, a Cuenca, a Zamora, a Salamanca, a Palencia, y a Cuenca nuevamente. Tus cartas, pájaros de papel, avecillas de tinta, comenzaron a llegar desde Granada después de algunos años pues por tu corta edad, tampoco habías aprendido la escritura. Pájaros de papel, avecillas de tinta, alegría inenarrable, que nos había de durar bien poco. Aquellos golpes más débiles, a lo largo de nuestra juventud, fueron demoledores.
No sé si seguir escribiendo. He abandonado este proyecto por tres veces. Tus cartas han estado en un cajón durante doce años. Es posible que vuelva a contestarlas, de manera muy distinta, a como lo hice la primera vez. Por que, esas cartas, las de Jesús, las tuyas y las mías, no reflejaron nunca la realidad, nuestra realidad.
Sobre esa realidad han pasado las letras afelpadas. Unas veces conscientemente, para no abrir las heridas, inconscientes a veces, por la propia inconsciencia de nosotros, los niños.
Había fallecido nuestro padre. Ya sabes, por el poema que te mandé años más tarde, que no llegué a conocerle.
Tú, revoloteabas muy cerca, o quizá ya te habían separado de nosotros no he podido recordarlo, sólo me queda un recuerdo fugaz. Tampoco recuerdo a nuestra hermana Carmen en algunos momentos, los que hoy reverdecen, hasta para huir precipitadamente hacia el refugio antiaéreo. Jesús, el joven padre impúber de tres niños huérfanos, nos acompañó como siempre. No sé que edad podía yo tener, acaso cinco años, y ya te habían separado de nosotros. Y es ahora, hoy, como pudo ser otro día cualquiera, cuando te escribo de nuevo la que en 1946, fue mi primera carta.
Querida hermana:- Cuanto tiempo emplee este término- hasta que decidí escribirte “ monjita “. Aunque la guerra terminó hace cinco años, las cosas y el ambiente, la recuerdan todavía; la pobreza sigue presente.
Mamá está muy enferma por causa de la hipertensión, hasta el extremo de sufrir una incapacidad física, que no le permite moverse libremente. Nuestra hermana Carmen, que es una niña casi como tú, se ha erigido en ama de casa voluntaria e irremediablemente. Ella cuida a mamá con todo el amor y la ejemplaridad de una hija, y todavía más por la responsabilidad que se ha visto forzada a asumir, como nacida santa.
El jardín está lleno de flores, y en un rincón debajo del ciruelo, ha colocado el sillón de mimbre. Luego, mamá que arrastra un pié, apoyada sobre Carmen, se acomoda en la sombra mientras la niña, cubre su espalda con una mantilla negra. Mamá ora por todos nosotros, por ti sobretodo, por la niña que le quitaron en la guerra.
Sostiene una estampa que le tiembla en la mano, una estampa con el grabado de un ojo que parece brillar en un triángulo, Yo la observo alejado, muy cerca de las lilas, mientras por causa de la parálisis facial, babea por su boca. Sufro mucho sin saber consolarla, pero acabo llorando como ella.
Jesús, nuestro hermano mayor, el padre substituto de su propio padre, está en la fundición donde trabaja. Cuando acabe la jornada asistirá a la Academia Cots como hace cada día, hasta que consiga el Peritaje Industrial. Hace unos años le nombraron Ingeniero. Y ahora, después de tantos años, la pregunta que nunca quise hacerte. ¿Por qué se te llevaron a Granada.?
“ Tiene el perfil austero de un castillo almenado
su corazón humilde se viste de sayal “... dicen los dos primeros versos endecasílabos de un soneto fechado el día treinta de Marzo de 1946. Lo recuerdas verdad.? Lo escribió tu profesor de Literatura de sexto, el profesor de Bachillerato Don Rafael del Árbol.
Austero. Fue demasiado austero su Eminencia para con unos niños. Su corazón humilde, que lo fue, no nos evitó el desastre. Fue generoso, muy generoso, humano muy humano, quiso hacer el bien, no hay duda que lo hizo. Debemos darle las gracias, sinceras y absolutas. Las gracias celestiales, Dios se las habrá dado, sin duda. Pero los frágiles cuerpos de unos niños de mente angelical envuelta en blancas nubes, ¡Dios mío ¡ seguimos sin comprender aquella, para nosotros, extraña circunstancia.
Sí, mis versos son tristes. Hermana perdóname si puedes, te digo que no entiendo. No entiendo qué hemos ganado alejados de ti. Y no puedo entender, por más que lo he intentado, quien pudo denegarte aquel permiso que negó tu presencia a un óbito de madre. Quién nos puede dar ahora el sedante amoroso que aminora la pena, aquella comprensión cristiana, confort del desespero de cuatro seres muertos. Ahora que la vida me ha devuelto la esperanza perdida, perdida en el recuerdo que no vuelve la alegría del alma, confortado y en paz seguramente, aún no puedo entender hermana, no lo entiendo.
Creer no es otra cosa que hacer posible lo imposible. Volví a leerlo varias veces. No estaba escrito en una estampa como las que me encontraba en el interior de los sobres de tus cartas. Estaba impreso en una de tantas postales que seguía encontrando como punto de lectura, entre las hojas de los libros que recibía de ti. Hoy quiero anotar en mi diario un gesto de ternura, leí en otra. Ternura. Ese adjetivo que durante muchos años no me fue posible entender. Llegar a aprehender el significado de esperanza o confianza, me llenó sin embargo de serenidad. Una serenidad que debió existir sin entenderla necesariamente, en los momentos más difíciles, hasta mucho más tarde. Y todo por el glorioso movimiento nacional, ¡qué sentido ha tenido para los niños! Gloria, no, miseria.
Yo que creo en Dios de una forma especial y única sin ser yo un ser especial o único, al principio no entendí tus numerosas cartas de ánimo. Estaba claro que tú habías madurado mucho antes. Tus consejos eran reiterativos y uniformes. Pero con el paso del tiempo he entendido y creo que tenías razón; la verdad debe ser eso; la permanencia de lo cierto.
No obstante, persiste un dolor que ahora se despierta nuevamente. Dolores, te has dado cuenta de que hemos permanecido más de cincuenta años separados? Qué cosas te pregunto. Cómo no vas a saber eso.
Y tengo otra pregunta. ¿ Por qué nos quitó Dios tan pronto a nuestros padres.? Todavía entiendo menos, por qué el Cardenal, mi tío abuelo, te apartó de nosotros a tus ocho inocentes años. Siempre creí y sigo creyendo, que fue tristeza para ti lo que para nosotros fue agonía. Pero es posible que me ciegue el recuerdo y tenga que admitir que me equivoco sumergido en la tristeza de tu ausencia, hermana créeme, yo no puedo olvidar. Cómo he de poder olvidar bajo el ciruelo, entre escasos rosales, la abatida imagen de mi madre. A una madre a quien observé perplejo en mi inocencia, sin entender su expresión ausente y desolada, sin conseguir penetrar en la fría realidad de su presencia estática. Ahora que soy padre, ahora que el camino para mirar atrás es demasiado largo, comprendo el sufrimiento, peor aún, siento su sufrimiento en el fondo de mi alma. A la pérdida de su esposo amado a una edad tan temprana, a la pérdida brutal de su alma gemela, tenía que sumarse la otra pérdida, inexplicable separación en vida, de la pequeña hija. Una niña que el Cardenal se llevó con la excusa generosa de una ayuda simbólica – fue eso solamente – pues significó reducir la familia, la íntima, la única, la nuestra. Ayuda más traumática y dolorosa nunca pudo llegar a imaginarse.

La vida de extrañas y ocasionales referencias, por causas del todo inesperadas, nos ha abierto los ojos y lacerado aún más. Seguros de nuestra fuerza de carácter, se han ido desmoronando los latidos, los que sentí de noche, aquellos que la guerra aceleró sin sentido ni otra causa aparente.
Tienda guerrera, hogar desconocido, plantados de precario en la vasta pradera de nuestra incomprensión. ¡ Luchemos ¡ Insignificante y perentoria la idea de la muerte!
Esta historia sin participación será para nosotros – ahora adultos - un tiro en los recuerdos. Huérfanos, cobardes sin padre que les defienda, por que murió en la contienda, qué habíamos de esperar.
Los huérfanos, ya lo sabéis, no tenemos familia. La diezmó el bisturí rugiente de la pólvora, la metralla del odio fratricida. ¿ Quién ha de perdonar el blanco odio de esos ángeles? A menos que ésos no sintieran en su cerebro, el terror desbordado en el naciente torrente de la sangre, el ansia de la célula, el frío de su cuerpo, la hambruna por saber, amar, y conocer, alguien debería pedir perdón, por causa de las bombas y los muertos.
Luego, más tarde, durante la posguerra, el desamparo del bebé olvidado, la frustración del imberbe, el llanto de la madre y el llanto de la madre de la madre, a quien tampoco conocí, la soledad de la moza temprana – la joven viuda que fue – del soldado abatido, la inopia del hombre incipiente, la impotencia del hombre religioso, inapreciable en el conjunto de la perentoriedad de los obreros, por su especial apreciación.
En un cajón olvidado de un mueble de madera, que ni siquiera era mueble, sigue habiendo una cruz cuando, de mucho tiempo, ya teníamos dos; sin lazos y sin honra.
Vamos a perdonar. Podemos ser magnánimos. Usar la libertad para otorgar perdón, será sin duda alguna, clarificar el alma. ¿En qué página de la historia de nuestras vidas, podrán los que escriben o escribieron las historia, señalar nuestro anónimo paso.? Las gestas de las víctimas, los seres inocentes que bregaron sin mosquetón, en qué registro de que batallón serán recordados.
¿ Acaso hemos sido juzgados por la historia? .No y no. Nuestra historia, así en minúscula, sólo cuenta los muertos, pues todo lo demás que narra ella, está justificado.! No estamos muertos, pero es bien cierto que, aunque cada vez menos, seguimos sintiéndonos cercenados, huérfanos de mucho, vacíos y como no, frustrados.
Volvamos a la vida cotidiana. Hagamos un esfuerzo, uno más, para volver a ella. Se nos acaba el tiempo. El llanto se nos seca, el recuerdo se duerme, y en este dormitar, nunca se olvida. Nuestra vida de ausencias no termina; no puede terminar, es imposible.
La soledad se repitió más tarde. Retornó un atardecer para llevarse a otro hombre bueno, íntegro, esforzado. Pasó la muerte, un hálito de frío renovado, un silencio escondido, un no disimulado, la negativa tácita, sin conseguir que bajara los ojos, sin lograr que apartara su mirada, sin obtener que un gemido, saliera de su cuerpo dolorido. Por esa fortaleza, le sonrió la nada terrenal. Dios le sonrió también. Jesús ¡ el nombre de su Hijo ¡Fue más triste tu separación, infinitamente más triste por que él, nunca le temió a la muerte. Fue más dolorosa tu separación, una separación que nunca perdonó, y perdonó mucho durante toda su vida.
Creer sin creer, un esperar sin esperanza cierta. Él soñaba con un nuevo futuro consciente de la ausencia de los padres, a quienes igualmente echaba en falta. Un futuro de hermandad, de calor y cariño fraternales, para ti, para él, para nosotros. Soñaba con restaurar la cotidianidad de una proximidad rota por causas que no llegó a entender, que no fue capaz de aceptar. ¡
¡Cuánto me habló de ti! Si quisiera,- me dijo cierta vez, podría dar clases de piano.
Tu vida en su memoria no existió, por que no había existido. Él creó tu vida, planificó tu vida, igual que lo hice yo, y recreó el tesoro de tu ausencia, en un recuerdo de oro. No logró ser feliz, no del todo. Luego de realizarse en el campo profesional, el pedernal de su carácter lo resistió todo, y sólo le temió a la indignidad, a la injusticia sólo. Y yo, que me miraba en él sufriendo sus denodados esfuerzos como él mismo, conservé la ilusión de sus anhelos por reunirnos de nuevo. Y desgrané otro verso: Como viviste has muerto hermano mío / afrontando el terrible desafío...
Ya no habrá de acompañarme hasta el refugio. No tendrá que regresar desesperado hacia la viña en donde, dormido dentro de una portadora, me habían olvidado los mayores. No tendrá necesidad de organizar la huida nocturna cada noche, con el rostro castigado por la lluvia, para resguardar mi cuerpo. No sentirá el desasosiego por la imposibilidad de lograr alimentos, después que le confiscaron la bicicleta, y el saco depositado en ella cargado con tres kilos de una harina de grueso y rojo aspecto.
No será necesario retornar a la casa vacía, para recordar como otras veces, aquellas avellanas que su padre, dejaba en el cajón de la mesita de su hermano. No tendrá que seguir soportando las ausencias, las falsas esperanzas, los años que pasaron simplemente colmados de recuerdos, de querer sin pensar en querer, de amar sin saber que estás amando. El amor profundo y contenido, apenas traducido en la caricia, registrado en el gesto o la mirada. Descubrir al otro cada día, como a un desconocido conocido, sin poder ofrecerle nada, pero dándolo todo y casi sin palabras, enjuagarle los ojos, peinar el flequillo de su frente, o rozarle la oreja con cariño.
Insisto en que se me hace imposible la narración cronológica de los hechos. En muchas ocasiones, tus letras afelpadas, me llegaron muy tarde. Como constatación de cuanto escribo, deseo recordar tu carta de fecha 14 de Enero del año l996. Esta carta la acompañas de un verso, el cual empezaste a escribir en Julio de 1995, y que lo terminaste en Diciembre del mismo año.
Con este sentimiento dual y convergente hermana, hemos vivido mas de cincuenta años separados. Y todo lo descubre el corto tiempo de unas olvidadas vacaciones. Ahora puedo entender la pena que sufriste.

Sobre nuestra realidad, queridísima hermana, han pasado las letras afelpadas. ¡Adelante! Sigamos yendo hacia delante. Si es que este nuevo trágico momento; me permite avanzar por este inesperado e impensable, del todo incierto camino.



Robert Bores Lluis
PD´. 1 Enero de l996

Texto agregado el 20-09-2009, y leído por 71 visitantes. (1 voto)


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