LAS CAVERNAS DEL DIABLO

Todos en el pueblo sabían que pasaban cosas extrañas en ese lugar. Desde su niñez Antonio solía jugar con sus amigos en lo que llamaban “las cavernas del diablo”. Como algo propio de los muchachos se desafiaban a quién era capaz de entrar más en sus profundidades insondables. Pero siempre había un límite que ninguno se atrevía a traspasar. Se sabía que varios lo habían intentado y nunca más se supo de ellos. Aún más, no faltaba quién decía haber escuchado voces, quejidos y llantos. Los escasos policías del lugar, luego de una somera investigación no exenta de temor, daban los casos por cerrados.

Antonio, en su constante lucha por mantener su liderazgo entre sus amigos y, especialmente, las niñas, siempre fue el más osado. Pero, luego de recorrer unos 150 metros, la caverna se dividía en un sinnúmero de túneles. Ese fue su límite, aunque se había prometido que alguna vez habría de intentar avanzar más hacia lo desconocido.

Tras varios años de ausencia debido a sus estudios en la capital, Antonio volvió al pueblo de su infancia. Pensó que, tal vez, era la oportunidad de cumplir con la promesa que se había hecho a sí mismo. Les planteó su idea a los pocos amigos que aún quedaban en el lugar. No hubo respuesta positiva. Le dijeron que realmente estaba loco y que no tenía sentido insistir en esa aventura.

Se preparó. Un buen par de linternas, frutas, una botella con agua y, lo más importante, un gran ovillo de cordel blanco y delgado con el que iría marcando su camino para poder regresar.

Al día siguiente llegó al lugar muy temprano. No sabía qué le esperaba ni cuanto tiempo podía tomar su investigación. Avanzó decididamente hasta donde había llegado en su adolescencia. Una docena o más de túneles se presentaban ante su vista. El haz de su linterna rebotaba extrañamente entre las rocas que hacían las veces de prismas y descomponían la luz. Un estremecimiento recorrió su espalda. Debía confiar en su instinto para elegir unos de los tantos caminos hacia lo incógnito.

Luego de algunos minutos, ató el extremo de su cuerda a una gran piedra y comenzó a avanzar. El túnel presentaba una pendiente que se hacía cada vez más difícil de seguir. Tras él iba dejando cuidadosamente la cuerda que le permitiría volver en caso de alguna eventualidad. El silencio era total, sólo roto por sus pasos y respiración agitada. Notó que la temperatura ambiente aumentaba rápidamente. Se detuvo unos minutos para descansar y le pareció que no estaba solo. Tuvo la sensación de estar siendo observado por alguien o por algo. No logró ver absolutamente nada con el rayo de su linterna. Tal vez un animal, pensó. Continuó su avance por varios metros hasta que vio una leve claridad al final del pasadizo. Asumió que podría ser una salida desconocida y apuró el paso. La galería desembocaba en otra caverna, más amplia que la de la entrada. Sintió un fuerte olor a azufre y nuevamente tuvo la sensación de ser observado. El haz de su linterna barrió la semioscuridad y se detuvo ante una forma humana, alta y delgada, que le sonreía en silencio. En sus manos tenía un ovillo de cordel blanco y delgado.