Bajo esta lluvia que dibuja septiembre,
la gente corre en los camellones mojados
por la madrugada,
apenas y pienso en el frio húmedo
que entra por la textura café de mi suéter,
subo al primer taxi que termina de atravesar la ciudad
después de tantas horas de trabajo,
un anciano con los ojos entreabiertos me saluda,
buenos días o noches, ya no sabe distinguir la oscuridad
de la claridad del amanecer,
me pregunta a donde voy y me gustaría responderle:
que prefiero bajarme entrar a casa,
cerrar la puerta, subir las escaleras
mientras poco a poco me desnudo
para meterme nuevamente a la cama,
mirarte dormir, acoplarme en tus brazos,
quedarme ahí con la calidez de tu espalda en mis
pechos desnudos,
pero…escucho la voz del anciano
la desesperación circula por sus manos,
me siento y me quedo callada,
esperando llegar a un lugar que no quiero,
pero ahí estoy sentada tras el escritorio,
mirando los papeles que quieren comerse mi pensamiento,
buscando en los archivos
los restos de poesía que alguien dejo,
sigo aquí esperando encontrarte
del otro lado del teléfono,
escuchando tu voz,
acariciando tus manos que tengo ya tatuadas en la piel,
y aquí estoy escribiendo y tratando
de suponer que estoy trabajando,
aunque en realidad lo único
que tengo en mente son tus manos sobre mi cuerpo,
mi lengua sobre tu pecho y este instinto
de volver a nuestra cama y hacer el amor sin medida.