Luchito revivía para las Fiestas Patrias. El resto del año, era un curadito solitario que transitaba por bares de mala muerte, masticando sus interminables frustraciones. Pero, el “Dieciocho” era otra cosa. De vaya a saber de que baúles, sacaba a relucir un terno azul marino y una impecable camisa blanca, se engominaba su mata de pelo negro y transformado en un ser de sonrisa envidiable, recorría todas las fondas del Polígono, buscando hacer amistades. La gente le conocía y respetaba sus transiciones. Y él, de una simpatía desbordante, lograba matar de la risa a los circunstantes y luego se enfrentaba a cualquier mujeraza que lo desafiara a trenzarse en una cueca de padre y señor mío. Luego, un vaso de chicha, una buena empanada caldúa, más risas, más canto y así, hasta que se arriaban las banderas y se acababa la fiesta.
Después, el silencio y la oscuridad de sus bares marginales, abotagándose de tragos de dudosa estirpe y luego, zigzagueando a su cuchitril, allá en el fondo de una enorme casona en que se arrendaban piezas para seres solitarios. Porque Luchito era uno más de esos seres acomodados a una soledad resignada, acaso, porque sabía que nadie más podría convivir con sus avatares.
No faltaba que alguien lo diera por muerto en cualquier velada y todos se condolían, santiguándose presurosos por su alma atormentada. Pero, no bien asomaba Septiembre, con sus múltiples colores y esa brisa deliciosa que pregonaba la primavera, aparecía Luchito, con su sonrisa conquistadora, sus atavíos de gala y su jopo engominado. Entonces era recibido con vítores por sus amigos de ocasión y era agasajado con la mejor chicha y los mejores mostos. Luego, no faltaba la china valiente que se situaba frente a él con mirada afrentosa, para luego desenfrenarse ambos en una cueca apasionada.
Al año siguiente, una vez más, se anunciaba la triste muerte de Luchito. Que lo mató un tren mientras cruzaba ebrio la línea, en la Estación Yungay. Que ni lo velaron, porque quedó tan despedazado que fue tarea imposible reconocerlo, que yace en el Cementerio General, que está enterrado en una tumba sin nombre. Una vez más, Luchito se apareció el mismo día dieciocho, para espanto de los presentes, que pensaron que estaban ante el alma en pena del malogrado compadrito. Pero, bastó que echara la primera talla para que constataran que seguía vivito y coleando.
Así, entre decesos y resurrecciones septembrinas, transcurrieron varios años y ya era costumbre que todos esperaran expectantes la aparición tan deseada de ese amigo de todos y de ninguno en especial.
Sin embargo, ese Dieciocho se hizo largo como larga fue la espera de los que le conocían como ese cometa patriótico que se aparecía en cada periplo para alegrarles la fiesta. Esta vez, Luchito no apareció y tampoco lo hizo los días siguientes. Fue imposible averiguar que diablos le había pasado. Una vez más, saltaron al ruedo las más descabelladas conjeturas: que Luchito se enamoró al fin, se casó con una sureña y se fueron a vivir a Traiguén. Que su madre lo convenció de que abandonara esa vida licenciosa y se lo llevó a vivir con ella. La verdad era más simple y más trágica. El organismo del pobre Luchito se rindió ante tanto maltrato y un mal día, el pobre hombre falleció víctima de una inapelable cirrosis.
De todos modos, cada Dieciocho, sus conocidos aguardaban expectantes su aparición. Muchas veces creyeron verlo venir a lo lejos, con su terno azul, un poco más raído, su camisa blanca y su sonrisa inextinguible. Pero, a medida que la persona se aproximaba, los trazos de su personalidad sin igual se iban esfumando, para tristeza del grupo y era otro el señor que cruzaba ante ellos.
En realidad, Luchito yace desde hace muchos años en una tumba olvidada del Cementerio General y ni siquiera tuvo la dudosa gloria de convertirse en una animita más para ofrendar. Acaso, porque no se ha muerto del todo y todavía transita por las fondas en busca de un amigo, de esos que tuvo a montones y que luego lo dejaron a la vera de su triste soledad…
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