Pienso que el escritor que se precie debe suscribir un plan estricto y evolutivo cuya madurez lo habilite en el momento preciso, asumir el riesgo de escribir, apelando si lo desea a lo irrazonable y riesgoso de las reacciones humanas, o para ser más justos, lo inverosímil.
Escribir es un episodio de la ocurrencia, dudosamente excusable si trasciende la excentricidad, parnaso cúlmine y superior de la cultura que diez o doce escritores han alcanzado entre otros tantos artistas de todas las épocas. En el marco de esos estrechos límites el único e intransferible goce del escritor se reduce a la infinita expansión libertaria del espíritu y la eventual atención del lector. El percance mayor es la estiba de ditirambos o la desolada indiferencia. Un precio que el mercado maneja y a otra cosa.
No se tome en serio lo dicho, aún no estoy seguro de mis afirmaciones. Veré si las confirmo a partir del riesgo de escribir con libertad venciendo a la conciencia.
Y bien; garabateemos algunas cosas a propósito del escritor arriesgado, pongamos por caso y veamos si logramos encender la mecha del cañón.
El escritor se formula a título de retórica existencialista, la siguiente y pueril interrogante: ¿Hay algo más grave que la muerte para el ser pensante?
“Bueno…- contestarían los sensatos – en principio la razón induce a suponer que no lo hay, sin embargo es posible sufrir la muerte en vivo, lo cual a primera vista sería peor. Vaya asunto de arreglar”.
El mismo escritor asumiendo el riesgo consiguiente tal vez opinaría con procacidad: “Respetando todas las opiniones – el sujeto este normalmente relativiza las cosas que lee o escucha, o no valora las opiniones si no son las propias - considero que algo peor que la muerte es la actitud porcina de anónimo individuo que sentado a mi lado come “pop” en el cine”.
Arrogancia fútil es sinónimo de riesgo y debemos ser consecuentes con nuestros dichos.
Los fieles comulgan con Dios todos los domingos, previo santo arrepentimiento por la comisión de los actos violatorios de los mandamientos sacramentales de su religión.
“¿Te arrepientes de haber robado hijo mío?”
“Claro padre…sabe, el asunto es que necesitaba de una novia”
“Pues mantenla al menos hasta que yo me retire el mes próximo. El Monseñor está fastidiado conmigo respecto a mi debilidad por ti. Quien me suceda no se enterará de tu historia de mentiras, dado lo cual te absolverá como yo lo hago ahora – nuevamente - por compasión. A todo esto, sácame de una duda: Considerando a la Josefa que atiende la sacristía… ya vas por la decimatercera ¿no?”
“Me parece que se queda corto Padre”
¿A santo de qué el escritor agrega esta última oración? Muy sencillo; si de guarangadas se trata pues asumamos el riesgo mayor.
Cuando el mísero torturador, no sólo que tortura, sino que mata, roba y tira los cuerpos mutilados al océano desde un avión, disuelve la hostia con la lengua al igual que los demás congregados ¿a qué se aplica?
“Pues hombre - contestarían aquéllos - deglute simbólicamente el cuerpo del Cristo, torturado y asesinado en pago a la enorme deuda que hemos contraído los hombres con Dios”.
“Pero eso es una gran contradicción, opina el escritor que asume riesgos ¿no quedamos que previo a todo es exigible una confesión ante el señor cura a fin de ser absueltos de pecados? “
“Efectivamente es así, pero en estos casos en que no hay una palabra que pueda definir con precisión ese acto, una bula pontificia ha establecido una excepción que por razones estratégicas del Vaticano es poco conocida. El Pontífice ha arreglado las cosas de modo tal que el torturador confiese al cura. Cumplido el acto de mayor humildad a que pueda acceder la iglesia, se engrandece a sí misma y premia a quien se ha dignado ocupar ese lugar de privilegio entre los hombres. Es una cuestión de buena política, como que la suscribiría Maquiavelo sin duda, ¿comprendes?”
El escritor que asume riesgos queda azorado… ante la belleza de las caderas de una chica que ha besado la mano del cura y se retira con el manto en la mano.
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