Música de estrellas
Cada vez que Carolina repasa sus labios con el lápiz guinda, bien cerca el rostro del espejo del baño, le vienen las mismas imágenes, increíblemente, sin que se haya puesto nunca a pensar a qué se deben y por qué en ese orden. Ve a su padre plantando un jazmín el día que murió su madre. Ella estaba en la ventana de esa misma habitación donde vive ahora con su familia y él estaba allá abajo, en el patio pequeño, agachado, quitando el envoltorio negro que abrazaba las raíces de la frágil planta. Se ve caminar por una playa desierta, cielo azul, Pinamar. De pronto oye un vals tocado en piano, viene desde una casa sin puertas. No recuerda haber sido tan feliz como en esos breves minutos, en soledad.
Carolina sonríe, frunce los labios para probar el resultado de la tarea terminada y baja la escalera hacia el hall. Levanta el saco té con leche del sillón, guarda los cigarrillos y el encendedor que quedaron anoche sobre la mesa ratona y sale apurada hacia la calle, después de empujar con la punta del zapato azul, taco alto, la puerta sin picaporte exterior. Baja los escalones mientras controla el reloj en la muñeca. Odia llegar tarde siempre, y mucho más el primer día, pero esa molestia no debe afectar en nada la tranquilidad que la habita, como dice la profesora de yoga. Sube al remise.
Sobre la biblioteca con puertitas, un mueble más bello que útil, hay dos fotos familiares. Una la muestra en el centro de un abrazo con sus dos hijos chicos, poca diferencia de edad, Ezequiel y Ethel. A la derecha, rodillas en tierra por temor a no salir en cuadro, su marido. Alto y tostado, parece derramar paciencia. La imagen de al lado es más grande, en blanco y negro. En la calidad del marco se advierte el cuidado que tuvo al momento de elegirla para la vista de todos. Caro, como la llamaban en la casa, de espaldas, toca el piano. Tendrá cinco años y está vestida para una fiesta. En el centro de la toma, el padre parece a punto de llorar, las manos empiezan a cubrirle la cara.
Candela mira el reloj que preside el garaje, e inmediatamente empieza a apurar el movimiento de sus pasos entre partituras, el teclado sobre el que descansa un charango bastante maltrecho, el piano de cola que ha perdido el brillo de lo yermo, varias repisas repletas de cuadernos y libros de música que caerán en cualquier momento. Sobre una redonda mesa de pino, en el rincón, un cuadro que estuvo colgado en el dormitorio de sus padres. Muestra el aula magna de la facultad de Ciencias Económicas. Candela recibe el diploma grande y atado por una cintita oscura, de la mano triunfante de su padre, el contador García, traje impecable, hombros deportistas, ese aire imposible de la gente que ha llegado al fin dónde quería porque jamás dudó que podría conseguirlo. Ella parece que será derribada por semejante impulso que la foto blanco y negro logró cortar como un tajo.
Un gato gris mira desde el altísimo amplificador. Parece entender lo que pasa en ese reducto, ahora sala de ensayo, salón de clases, reñidero de las tres nenas a las que se oye llorar por la cocina. La impotente voz de una empleada está a punto de largar el llanto y un ruido seco termina la discusión. Candela se desentiende de sus hijas. No sabe cómo ordenar ese desastre en diez minutos. Levanta una carpeta del suelo, le saca el polvo, está llena de fotos que nunca ordenará ni pondrá en marcos. Sale del lugar como si descubriera que mejor es huir antes de la catástrofe. Da un portazo a la hoja de chapa que ya no tiene dónde guardar los golpes. Queda en la vereda, sin saber qué hacer.
Una mujer baja del remise que humea sin parar, paga al chofer y la encara. Carolina dice, extiende la diestra, mucho gusto, yo hablé por teléfono la semana pasada, se acuerda, por las clases de piano. Candela vacila: pase pase, salí a esperarla, adelante. Carolina queda parada cerca de la puerta que la dueña de casa cierra con cierto esfuerzo. Mira de costado, con algo de pájaro en su jaula.
Sientesé, por favor, usted me dijo que algo sabe tocar ¿es cierto? Sonríe la muchacha separada que necesita los pesos de esta lección y de muchas otras. Sus manos levantan el charango hasta colgarlo en un clavo y allí queda la mulita encordada, trepa que trepa. La postura de su gesto invita a que la alumna se acomode frente al teclado. Quien recién llegó evita la mirada sorprendida de Candela, adelanta un paso, dos, pero hacia el piano de cola. Busca el taburete que no está, alcanza una silla de plástico verde, se sienta. Sin quitarse el saco, levanta la breve tapa de madera que reluce por el revés, sobrevuela con las yemas el territorio de las teclas blanquinegras. Y de pronto, en un mágico instante, comienza a tocar notas que le salen del alma. En ese vals regresa aquella brisa de Pinamar, el cielo muy azul mojándose de negro allá en el horizonte, aunque fuera mediodía. Es arena húmeda la que huele a salitre cuando siguen y siguen los giros de la música y es plena la alegría de esa chica que por un instante apoya sus pies en la felicidad. Vuelve su mirada con menos miedos, su cabeza que gira hasta distinguir la casa, llamándola. En el sol de papel glacé brilla esa construcción elemental, pintada de blanco, sin puertas ni ventanas, o mejor con las aberturas puras, por las que el día entra sin permiso. Carolina, que es la de entonces, trepa despacio por una lomada de arena, se acerca al vals que rodea su corazón despenado. Llega a la casa, pisos de madera lustrosa, ambientes reducidos y pocos muebles. Su pelo aletea en el viento que viene del piano, del mar, del cielo. Camina hasta pasar a una pieza donde el piano deja ver a una muchacha de ojos entrecerrados sobre las notas. Rodea el ala de madera, acerca la espalda a la pared, va plegándose hasta quedar sentada sobre el piso con aroma de viernes. Candela, sigue su dibujo del vals sin detenerse, le sonríe con la mirada.
Y allí quedan las dos, sobre un carozo de eternidad caído desde vaya a saber dónde, encontradas entre la música de las estrellas.
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