Eres mi virgencita callada.
En el salón, en el sofá de escai, tu altarcito.
Frente al televisor, mi virgen buena. Ya
no hablo contigo, flor, yo te rezo.
Te he traído la cena, pero a penas le has hecho una leve autopsia, muy por encima, muy superficial, muy de pocas ganas, muy de pez
en la pecera.
No te aseguro que me confunda el ruido de los coches. Pero sí, cierro las ventanas.
He matado una cucaracha.
Se paseaba por el lavadero. Hubo un momento, al descubrirla, que se quedó quieta, clavada. Cuando me acerqué, huyó. Pienso que tal vez las cucarachas intuyen cuando las descubrimos, y lo que queremos de ellas. Una cucaracha es un trocito negro de miedo, que cruje cuando lo pisas.
Te quiero.
Una mosca se estrella contra los cristales, por fuera.
En mis recuerdos, te tengo enmarcada hace tiempo,
a salvo del desastre manifiesto, sólo formol y poemas.
Nadie puede detener nuestra caja de música.
Un hombre joven ha tocado a la puerta. No pregunté, no le abrí y no te dije nada. Y si tan sólo era el cartero, aún menos, aún con más razón no abrir, ni hablar. Fregaré el pasillo lo necesario hasta entonces, sí. Hasta que algún día, todos se olviden de nosotros.
Ahí fuera, todo es tormenta. A veces, traidor, te la meto aquí y eso no te gusta. No me lo dices. Tú nunca me dices nada, pero no te gusta.
Voy a secar
la tormenta que llevo puesta.
Voy a componer una estrategia ártica, pues,
contra los malos despertares,
voy a sacarme la tormenta de la ropa y de las cejas,
voy a pasarle la mopa a los armarios
voy a guardarme una frase en la bata
lo mejor contra los males despertares, no despertar
jamás
voy a preparar
fresas con nata. |