SAL Y SOLEDAD
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(época colonial)
Era un amanecer blanco. Rojo el horizonte llano. Blanco, muy blanco el suelo. Blancos los cabellos y los rostros. Las ruedas y los ejes. La larga caravana toda blanca. Cada una de las puertas y el vestuario de los cocheros. Las negras pestañas y las negras manos estaban blancas. La sal las había cubierto en su manto blanco, durante largas y negras noches iluminadas de blancas estrellas.
El horizonte emergía rojo con el alba, coloreando aquel mundo blanco de sal y soledad. Sal. Siempre sal. Los rígidos cabellos de Félix sobresalían de su cuello, el cual giró casi involuntariamente para sacudir los cristales blancos. Alborotó su cabellera. Su ropa. Su incipiente barba. Saltó al suelo y dióse palmadas en el traje de lino paraguayo, levantando una nube blanca. Más sal. Mucha más sal.
Entonces divisó con una ilusión desmesurada, el rancho grande de la Posta, hecho en adobe y paja, que emergía ante su vista como un milagro surgiendo detrás de la salina. El rancho grande circundado de una ranchería menor y aún más pobre, hallábase ahora muy próximo de él... Igual a una visión aérea en aquellos confines del mundo conocido. En ese desierto blanco donde la visión parecía haberse evaporado, bajo densos mantos de sal y soledad.
Atrás, muy lejos suyo —pensaba ahora Félix— había quedado aquel mundo cosmopolita y convulsionante de Potosí, con sus escudos y sus fastos. Con todo ese esplendor áureo y rico del Alto Perú festivo. Mientras a sus pies, extendíase el manto blanco y la noche espesa que lo transportara entre sed y aridez, cruzando en caravana la Salina Grande por el extenso Camino Real, tantas veces mentado. Y allí frente suyo en la inmensa soledad blanca, erguíase heroico aquel milagro del «rancho grande» de la Posta, solitario detrás de la salina.
Para Félix en éste, su primer viaje al Alto Perú, el pobre rancherío que supo despedirlo meses atrás con su cuota de sequía y salinar, era ahora de regreso, luego de traspasar el desierto blanco, un milagro venturoso.
¡La Salina Grande! Más grande de lo que siempre la imaginara durante largas y recientes tardes de estudiante «monserratense», acunado por corales de ranas junto al Calicanto cordobés. Y ella habíase apoderado de él... La Salina Grande. Poderosa. Brillante. Imponente. Majestuosa. Árida. Seca. Blanca. ¡Qué distinto era regresar a ella desde Potosí, que aventurarse hacia ella desde Córdoba del Tucumán!
Antes, al partir, representó el comienzo de la excitante aventura. La travesía por el desierto blanco y su llegada a un mundo nuevo, al escenario rico y cautivante del Alto Perú.... Y ahora, en cambio, era el final de esa exótica experiencia por ciudades cosmopolitas separadas mediante una salina, de Córdoba, la apacible ciudad-monasterio de los Jesuitas.
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La caravana lenta, pesadamente, muy blanca, fue acercándose a la Posta. En su desgastante acento, las carretas que en el viaje de ida se cargaron con productos del Tucumán —cueros secos, harina, bizcocho, carnes saladas en forma de charqui y el Vino del Rey de Jesús María— volvían ahora repletas de plata potosina en enseres graciosamente labrados. También abarrotadas por el Mercado de Charcas con telas paraguayas, sedas de Manila y tejidos cuzqueños.
Crujían lastimeramente los ejes. Lloraban heridos por los cristales blancos. Pero el rancho grande los aguardaba siempre, los bendecía y los amaba, haciendo que los caravaneros ansiaran reencontrarlo ...Año a Año... Y en éste, el primer año de caravana para Félix —altivo, novato y gallardo— la emoción que producíale aquel pobre rancherío al pie del salinar, justificaba todo esfuerzo.
Era el premio merecido por atravesar el páramo agobiante, como si los fastos de Potosí y la elegancia de Chuquisaca, hubiesen sido apenas un sueño poco creíble a estas alturas de los acontecimientos. Félix prefirió adelantarse a pie, sacudiendo y empujando de su asiento a su amodorrado mulatillo Perico, quien malhumorado como lo era habitualmente, debió acompañarlo. Por costumbre y hábito, por exceso, Félix hizo caso omiso de sus quejas y volvió a prometerle nuevas dádivas. Perico, con sus manos negras y resecas de sal, ajustó su pistola al cinto. Dio un salto temerario y felino sin usar la escalerilla, y ambos jóvenes acercáronse caminando al rancho grande, alardeando juventud.
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Amanda estaba en la puerta y dio aviso a los rancheros. Se tendieron ponchos en el suelo colocándose la gran mesa bajo el parral. Bebían los bueyes y se refrescaron. Descansaban las mulas y los caballos. Reposarían las lanzas del gauchaje que custodiaba a la comitiva. Aireáronse los aperos. Sea aseaban las carretas y el carruaje privado de Félix.
En la extensa siesta los caravaneros sacudieron la sal de sus rostros y ropajes, mientras Perico daba órdenes requisando una a una las carretas... Félix contempló al sol en su poniente. La jornada especial iba concluyendo. Amanda adornábase con una mantilla filipina color crema de bordados chinescos, que le entregara Perico por encargo de Félix. Su rostro mestizo lo observó desde lejos. La noche caía y hacia el horizonte rosado, la soledad del paisaje ocultaba su inmaculada blancura.
Perico condujo a Félix hacia la habitación exterior donde Amanda se acicalaba. Sentían ambos jóvenes al caminar hacia allí, junto a ellos el sereno nocturnal, fresco, espeso y tibio. La techumbre de la galería en aquel rancho grande estaba ornamentada con faroles de velas, semejando en su amarillento resplandor, a tucos gigantes. Jolgorio de Posta llena, con cánticos de caravaneros. Por la ventana del cuarto de Amanda se recortaba un carminado anochecer, donde su figura se delineóse mostrando a Félix sus formas contorneadas. Sobre una mesa la llama derramaba cera.
Amanda acarició la seda de Manila que cubría su cuerpo y fue a recostarse sobre la cama. Félix desenrolló la cortina de esterilla ocultado el cuadro colorido de ese anochecer, yendo después a sentarse en el borde donde ella reposaba.
Estaba por fin frente a ella y podía contemplarla sin disimulo. Era la misma joven, de una edad semejante a la suya, que salió a despedirlo en la partida y que hallábase junto a la puerta a su regreso. Una figura transparente y mestiza. Silenciosa y huraña. Esquiva y entregada. Yacente frente suyo y cubierta por una mantilla de seda oriental, que él extrajo de sus arcones procedentes del Alto Perú. Una pieza de lujo destinada al apartado Tucumán del Suquía, que faltaría más tarde en el recuento.
Pero él gozaba con verla extendida en su color crema y orlada de flores chinescas, cubriendo las formas insinuantes de aquella joven silenciosa del desierto blanco. Amanda continuaba muda. Félix se irguió acodándose contra la pared para contemplar ese cuadro insólito de pobreza y lujo. De adobe crudo y seda chinesca. De silencio y salinar. Luego volviendo al lado suyo le despejaría la cara de algunos cabellos rebeldes, que la mestiza dejaba sueltos. Desprendió uno de ellos y a la luz zigzagueante de la vela pudo verlo brillar con fosforescencias de oro. Con sus dos manos le descubriría totalmente la frente, admirando sus raíces con engarces casi dorados. Y jugó con esos cabellos lacios, entrencados y obscuros, decorados por aquellos reflejos rubios.
Félix fue hasta la mesa proyectando su sombra contra la pared de adobe, y levantando de ella la vela, la aproximaría a la joven para contemplar mejor aquel rostro de rasgos intrigantes. Pasó su dedo índice por el arco de las cejas de Amanda. Detuvo la luz frente a sus pupilas entreviendo los ojos acerados de un escondido tinte azul. Marcó la línea del perfil y la boca, descubriendo la pálida piel de la mestiza.
Con su mano libre fue retirando la mantilla hasta despejar los senos abultados, las caderas angostas, la piel casi perlada. Sostuvo su mirada en los pezones observando la aureola color rosa. Olvidó entonces las trenzas indias de su cabello. La aridez de la salina y el escenario aborigen que la rodeaba.
Amanda no estaba ya ante su mirada en aquella soledad blanca. Amanda tenía los ojos más claros aún. Sus pupilas dilatadas, de un celeste tenue, eran semejantes a las de Félix. Sus cabellos más rubios y su piel pálida más blanca. La contempla tal cual era. Pero volvíase más clara, menos mestiza, más vascongada...casi como Félix. Se identificaba en ella. Tomó sus manos fuertes y duras, comparándolas con las suyas. Eran manos grandes que evidenciaban ancestros de antiguos marineros vascos, llegados al Tucumán en el reinado del Rey Felipe, trepados a los mástiles de las carabelas.
De pronto Félix en un gesto rápido y con movimiento precipitado, apartóse de la cama de Amanda, yendo a acomodarse hacia el rincón opuesto de la habitación del pobrísimo rancho. Olvidó entonces a las carabelas de sus antepasados, a los rudos marineros vascos que llevaba en sus genes absorbidos en un tiempo sudamericano y distante... Y que creía adivinar en aquella mestiza, con su cabellera en reflejos de oro y ojos acerados. De aquella mestiza de pezones rosados y caderas lisas.
Ahora veía en Amanda su esencia aborigen, cargada de espesas y obscuras trenzas, con silencios graves. Su identidad con la Pachamama. Veía la sal correr por su piel de poros marcados y la línea enérgica del perfil, casi aquilino. Su pupila semiclara llevaba párpados pesados y el conjunto, nada tenía de familiar al propio Félix, siendo en cambio de una identidad plena con el desierto blanco.
Pero Félix tampoco se hallaba más en el lugar. Ya no era él quien contemplaba a la joven del salinar. No era él, el hijo del encomendero Don Félix de Larrea, sino su padre, Don Félix mismo... En un día de retorno del Alto Perú veinte años antes, agobiado por el paso de la Salina Grande y ansioso de subsistir luego de la travesía. Instalado bajo las arcadas de ese rancho grande de la Posta y en esa misma pieza de adobe, dispuesto a procrear una mestiza en una noche refrescada. En un atardecer violeta y a punto de partir hacia la ciudad del Suquía.
Félix se acercó nuevamente junto a Amanda, comparando otra vez sus manos con las suyas. Su cabello, la línea de su ceja, el corte de su rostro, el trasfondo azulino de sus ojos. Era, sería siempre, estaba realmente convencido. Amanda, la hija de la salina, del rancho grande de la Posta: era su hermana... Y ella ahora, también lo sabía... La caravana que retornaba todos los años en la misma fecha del Alto Perú, habíale traído como siempre, un valioso regalo.
---—Don Félix de Larrea ha muerto -—le dijo—- Yo soy ahora Don Félix.
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La caravana estaba limpia, sacudida, pronta. Perico recorrió las carretas. De su cargamento intacto sólo faltaba una mantilla de Manila. Todos se despidieron hasta el próximo año, pues Córdoba del Tucumán los aguardaba. Había transcurrido mas de una jornada desde el arribo a la Posta y ya ella, solitaria, comenzaba a añorarlos. Esa hora de la Oración anunciaba una travesía nocturna guiada por la Cruz del Sur, entre arreboles carminados.
Félix habíase vestido con un ropaje impecable. Los bueyes, las mulas, los caballos, se hallaban frescos y relucientes. Y partieron con ansias de retorno luego de abandonar la sal y la soledad. A lo lejos, junto a la puerta del rancho grande en esa Posta, la figura de Amanda envuelta en una mantilla de seda oriental color crema y ornamentada con flores chinescas, íbase desdibujando de la vista de todos.
Silenciosa, arisca, hija del tiempo y de la historia... Habitante del desierto blanco, desde siempre y para siempre.
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Alejandra Correas Vázquez
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