Camila Ramírez repasaba orgullosa en su mente lo que había sido su día, por primera vez en 3 años había podido salir a comer con sus amigas sin contar las calorías de su plato, o angustiada ir disimuladamente al baño, cumplir su sagrada purgación diaria, limpiarse la boca y volver sonriente a la mesa, cómo si nada hubiera pasado.
Al otro lado de la ciudad Rómulo Pérez del Canto miraba el vacío, sentado sólo en su costosa mesa de madera de ébano importada de Mozambique; preguntándose porqué su esposa se había ido de un día para otro sin dar explicaciones, sin un adiós.
En la casa vecina Doña Matilde López de Benavente se acostaba en el lado derecho de su cama matrimonial, cómo lo había hecho los primeros 41 años de matrimonio con Don Ricardo Benavente, y durante los últimos 12 años que había pasado desde su muerte.
Dos casas más al Norte Catalina Farías miraba a Carlos Pereira dormir, unos minutos después de haber hecho el amor por primera vez, mientras una mancha de sangre brillaba sobre las sábanas a la luz de la luna.
Unas dos calles más abajo Rodrigo Molina practicaba guitarra en su cuarto, por supuesto antes de que su padre llegase del trabajo, para aquel viejo retrógrado ser músico significaría la muerte de su primogénito.
Mientras tanto, a 7 kilómetros al sur, Eliseo Montesinos miraba descalzo la ciudad en la orilla de la azotea en el piso 23 de su departamento, con una sonrisa en su rostro y una lágrima cayendo lentamente por su mejilla izquierda, su torso escuálido y pálido resaltaban entre la oscuridad de la noche, y la baja temperatura hacía tiritar sus manos y erizas su bellos, aunque el no la sentía, él ya no sentía nada...
Seis pisos más abajo una nota sobre la mesa de centro se movía levemente por efecto de la brisa que entraba por la ventana de la sala; a pesar de la escasa luz nocturna se podía leer claramente su contenido: "La vida es tan hermosa…que no pude aguantarlo. Perdóname Rocío, te amo: Eliseo".
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