LA PAZ EN LETRAS
Es evidente que maduré en mi vida y atravesé muchos obstáculos para poder hacerlo, pero eso no me regocija. Al no poder olvidar mi horrible pasado, busco un consuelo en las palabras que escribo, antes que mi corazón estalle en miles de pedazos arrepentidos.
La violencia no sirve para nada, no soluciona las cosas ni siembra consecuencias benéficas para los bandos enfrentados, solamente provoca desgracia, dolor y temor. Por ende, provoca un recuerdo espantoso de vergüenza y asco a la persona que logre superarlo. Es por eso que contaré esta historia, sin evitar las partes fuertes y sin vergüenza sobre todo, para que las personas de igual situación hallen caminos tranquilos para solucionar sus problemas y llegar a la paz sin forzar un huracán sentimental.
Estaba yo aquél día de invierno, lavando los platos en aquella casa humilde en donde vivía, cerca del barrio Verdisol. La cocina no tenía nada que tapara la ventana, así que el viento entraba trayendo un olor nauseabundo del exterior hacia mi cara.
Yo era tan pequeño en ese momento que mis manos no podían agarrar los platos; no podía hacer esfuerzos, pues eso implicaba algún jadeo, y si mi padre lo oía, lo que antes era un simple jadeo se transformaba en un grito de dolor. Tampoco podía agarrar las cosas con las dos manos, ya que mi brazo izquierdo estaba quebrado y lleno de cortes. Lo único que se me ocurría para poder hacer el trabajo que se me había impartido sin despertar la ira de mi padre, era lavar las cosas en el lugar en donde estaban. Pero aún así, mi progenitor de vez en cuando aparecía en la cocina, tomaba uno de los platos que con tanto esfuerzo yo había lavado, comía en él y lo devolvía. Esto hacía interminable mi tarea, hasta que por fin saciaba su hambre y me dejaba trabajar tranquilo. Terminaba en alrededor de seis horas.
Pero ese día era distinto, pues mi padre había salido y no sabía a dónde ni por cuanto tiempo, así que la casa respiraba una brisa de paz y crujía en un intento de expresar su felicidad momentánea. Al poder esforzarme sin temor a reacciones de mi padre, logré terminar en una hora.
Salí de la cocina; paz, mucha tranquilidad reinaba en la casa, pero el palo se preparaba, descansando en una esquina, pronto para golpear al mínimo deseo de mi padre de divertirse. Eso mismo sucedió minutos mas tarde, pues éste entró en la casa, muy furioso y me vio, esbozando una sonrisa malévola. Se acercó; cada paso retumbaba en mi cabeza, mi vida misma retumbaba en mi cabeza, amenazando con caerse en una cómoda nube de violencia temporal. -¿Qué hacés?- me dijo, escupiéndome -¡Terminá de lavar, pendejo! ¡Terminá o te cago a piñazos, te lo juro!-. Quedé tan congelado, tan en pausa, que no reaccioné. -¿Qué querés, quedar como tu madre, con la cara hundida y andando en silla de ruedas?- exclamó fuera de sí. Saltearé unos cuantos insultos mas para ir directo al palo en mi cara. Podía sentir las astillas clavarse en mis mejillas, la sangre correr por mi rostro. Mi vida no era mas que un montón de escoria y basura, utilizada sólo para servir, para divertirse o para entrenarse para riñas callejeras.
Así eran todos los días, todos los meses, todos los feriados, todos los cumpleaños. Tarea y paliza; barrer y ser golpeado; limpiar y ser insultado; vivir y ser escupido. No tenía protecciones, mi madre había logrado marcharse después de una cruel lucha por justicia y mi hermano estaba en prisión por robo. Los vecinos no sabían de mi existencia y si la hubieran sabido, la habrían ignorado. Todo era millones y millones de desgracias que me cubrían, sin darme la oportunidad de escapar.
Años mas tarde, se me presentó un respiro; mi padre tuvo que enviarme a la escuela. Fui a una escuela del demonio, mal dibujada, sucia y acorde al trato de mi progenitor. Sin embargo, pude destacarme en los estudios y ser respetado por los maestros. Pero socialmente, no sabía que era peor, o los constantes golpes de mi padre o los de mis compañeros. No sabía defenderme, no había aprendido a hacerlo. Tampoco había aprendido a hacer amigos, ni a tener éxito con las mujeres, ni a arreglar las cosas con la palabra. En vez de una defensa, obtuve un ataque como único fruto o ejemplo de mi padre. Golpeaba a cualquiera pero no me cubría cuando me golpeaban. No había un día en donde regresara a mi casa sin moretones, tanto en el cuerpo como en el alma. En el liceo tampoco mejoró mi situación. Concurrí a otro liceo de aquellos, ahogado en la culpa y la violencia, carcomido por la irresponsabilidad. Mi vida fue basura hasta que cumplí 18 años.
Ese mismo cumpleaños, tal vez el mejor, pude librarme del desgraciado que había hecho de mi existencia, un dolor inolvidable. Junté valor, y después de una fuerte discusión, le propiné una paliza tan grande a mi padre, que nunca supe si terminé por asesinarlo en realidad. Luego de golpearlo repetidas veces con el mismo palo que desde hacía años llevaba pintado mi rostro, huí de la casa. Después, todo es muy confuso; recuerdo drogas, recuerdo violentas trifulcas en partidos de fútbol, recuerdo miserables empleos, recuerdo botellas de whisky; sólo meras imágenes, quizá irreales, al igual que un mal sueño.
Mas tarde, mi vida se reanudaba poco a poco, las imágenes cobraban sentido y el cielo sobre mi cabeza se aclaraba lentamente, como un dulce amanecer durante su primera etapa.
Increíblemente, ahora tenía esposa, un hijo y un trabajo estable. Miré mis manos; ya no tenía las cicatrices que mi padre me había legado. Toqué mi rostro; mis mejillas no estaban hundidas y los cortes habían desaparecido. Asombrado, corrí la cortina y vi por la ventana que me encontraba en un barrio lindo y de clase media. Ya no estaba vestido con buzos y pantalones rotos, si no que vestía una prolija camiseta de algodón y unos pantalones nuevos que brillaban de limpieza. Un aroma a comida deliciosa proveniente de la cocina había sustituido la pestilencia a pan y a carne putrefacta. Fui hasta el comedor y vi que mi esposa y mi hijo leían tranquilos. Les hablé, pero apenas me miraron. Me acerqué rápido a los sillones pero extrañamente ellos se cubrieron con las manos; fue ahí cuando noté sus moretones en sus caras y en sus cuellos. Me enteré entonces, del maldito testamento de mi padre al mirar nuevamente mis manos y descubrir mis nudillos marcados; me había convertido en una horrorosa figura violenta, había golpeado a las personas que amaba y ahora las intimidaba como un león a un ciervo. ¿Qué había hecho? Había prosperado en todos los aspectos y había enterrado un recuerdo doloroso, pero había sembrado otro mundo de sufrimientos y esa misma capacidad la heredaría mi primogénito en un ciclo sucesivo.
En los días posteriores, intenté desesperadamente salir de esa nube de violencia, pero no pude; había regado tanto la semilla que la planta era muy fuerte y dura.
¿Qué podía resolver éste grave problema? Traté con la disculpa, pero en vano. Recurrí al apoyo profesional, pero también en vano. Las raíces de la planta se fortalecían.
Mi esposa no quería dirigirme la palabra de tanto miedo que me tenía. Mi hijo igual. Los vecinos me insultaban y me amenazaban con la policía. Maldita mi vida, maldita mi existencia, maldito mi padre. Estaba muy arrepentido, no sólo de lo que había hecho si no de haber nacido. No podía expresarlo con palabras, así que… ¡Eso es! Decidí escribir, pensé que eso solucionaría todo. Escribirle una carta a mi esposa era lo que iba hacer. Ahí podría expresar todos los sentimientos que eran imposible despertar y decir; ahí, en esa hoja blanca, podría encontrarme y demostrarles a mis seres queridos, lo mucho que estaba arrepentido y cuánto deseaba su perdón. Así que tomé un papel y un bolígrafo.
“Querida Laura:
Vueltas y vueltas dio mi vida, y una de esas vueltas fue mi horrible niñez y posterior adolescencia. Quizá nunca conociste a tu suegro porque éste recibió una merecida paga después de tantos asquerosos años de maltrato, o tal vez si tuviste la desgracia de conocerlo y sentir su violenta alma agazapada.
Un día me bañé y noté que las heridas que tu suegro me había dejado se iban, se desvanecían como almas en cuerpos muertos. Sin embargo, el recuerdo no se marchó y el efecto, la consecuencia quiero decir, creció hasta estallar en una vivencia, en un sufrimiento acorde a mis espantosos primeros años. Los errores que cometí después provocaron que olvidara el día que entraste en mi vida y eso me deprime profundamente. Te ruego que comprendas esta reflexión y me disculpes por todo lo que les hice, a ti y a Martín. Desde hoy en adelante llevaré a cabo el pensamiento de hacer una vida normal, próspera y tranquila, pues la violencia pudre al mundo.”
Coloqué la carta encima de la cama y esperé, muy paciente, una respuesta. No obstante, nunca la supe; las imágenes se volvieron de nuevo muy confusas, hasta regresar a mi horrible casa de mi niñez. Fue todo un sueño; me había quedado dormido junto a los platos. Miré el descolorido reloj de la cocina y vi que eran las doce. Hacía cinco horas que mi padre había salido y aún no había vuelto. Tampoco lo hizo el día siguiente. Ni el otro. Creo que lo que sucedió después es innecesario contarlo, salvo que me enteré de cierta intervención de un vecino que oía diariamente los gritos de mi padre y decidió denunciar.
Lo único que puedo decir es que el testamento que mi padre me había dejado fue destruido por un rayo blanco de paz. La solución que había hallado en el sueño vivió y creció en mi interior, creando un solo corazón de felicidad que hizo del resto de mi vida, mucho más de lo que yo podía desear en aquellos momentos de desgracia.
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